Intercambio cultural

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San Telmo. Viernes por la tarde. Un centenar de personas deambula por las calles en busca de bares y cervecerías que les permitan sacarse el tapabocas y hacer como si nada hubiese cambiado en el mundo. Salvo por las meseras embarbijadas que ofrecen alcohol en gel rebajado con agua todos hacen como si no pasara nada. Respetan, guardan la distancia. Incluso los que piden monedas, algo para comer o los que venden pañuelos descartables, medias o repasadores. Alguno que otro medio colocado juega a saltar las vallas con las que cortan la calle para que los barcitos de la zona pongan mesas al aire libre. Una especie de burbuja segura, hasta que cae la noche y se suman las botellas. Cruzado ese límite ya no importa nada. En uno de los bares una mesera me comenta que ya no se pone guantes de látex para recoger los barbijos que la gente olvida cuando paga y se va, que le da igual, si total cuando entra a la cocina del bar tiene tres cocineros apretujados en un espacio de uno por uno. Me cuenta que cuando cierran, se toma el bondi y el tren hasta Moreno y viaja apretujada con la monada respirándole en la nuca. Dice que viaja tanta gente que el otro día se bajó y tenía la cartera enguascada. Uno se hizo la paja, se limpió y nadie se dio cuenta.

—No sabía si tirarme alcohol o acaroína, me dice. Se ríe, imagino que por no llorar.