La muerte es, si se quiere, la frontera del todo. Por eso cada palabra que intente describirla es deficitaria y pobre. Habrá quienes crean que le sigue algo y habrá quienes no. Para todos es, como mínimo, un misterio.

Lo que sí sabemos es que nos moviliza, nos interpela, nos dice algo del muerto y de nosotros. O mejor dicho, nos dice algo sobre lo que el muerto ha dejado en nuestro pasado, sobre el tiempo compartido entre llanto y risa.

Cuando el muerto nos importa es imposible no pararse a pensarlo. Por eso la muerte de Marie Fredriksson se vuelve un punto de inflexión. Un mojón. Una frontera. Cuando Marie Fredriksson, cantante de Roxette, dejó de respirar el 9 de diciembre, cuando al fin el cáncer le ganó la partida y le calló la voz para el más contundente de los para siempre, cuando amanecimos y nos dimos cuenta que ya no estaba ni estaría nunca más ahí, entre los vivos, entonces, desde ese momento, el aire se llenó de una certeza: nuestra juventud había terminado.

Si como se dice en el Eclesiastés, hay un tiempo para cada cosa bajo el sol, la juventud tiene el suyo. Es breve, intensa y no siempre compasiva. A veces no termina de morirse, a veces muere muchas veces. Nace con besos y angustias y va muriendo con las obligaciones de la vida cotidiana. Va muriendo con otras muertes, hasta que un día la luz del sol ya no es lo que solía ser y nos cuesta reconocernos en las dichas y en los llantos de los otros. Incluso el espejo, siempre fiel, comienza a traicionarnos devolviendo una imagen algo más áspera y ojerosa, tal vez algo más mezquina y conservadora, tal vez más intrigante y menos transparente.

La muerte de Marie Fredriksson nos duele porque nos recuerda que el tiempo que media entre nuestros desamores adolescentes y nuestros desamores adultos no mella la espina dorsal de la tristeza: siempre duele.

Algunos tienen la fortuna de experimentar el amor desde la buena fortuna. Otros no. Para todos la voz de Marie estaba ahí cuando se la necesitaba. Cuando había que esperar al final del programa que Daisy May Queen tenía en Fm Hit para escucharla cantar y que entonces la vida tuviese una banda sonora que la acompañara.

Musicalizaba la novedad de los asaltos y los lentos, inauguraba las primeros conciertos y salidas con amigos. Signo de una época pasada, acompañante terapéutica de nuestra educación sentimental, sin saberlo, estaba en nuestro walkman, abrazándonos cuando el beso se lo llevaba otro.

Marie no fue una pensadora, ni una política, ni una líder de masas. No era una artista de primer orden. No era nuestro pariente. No era nuestra pareja. No nos mandaba postales en navidad ni nos llamaba por nuestro cumpleaños. Era solo la cantante de una banda de pop liviano de los años 80 que compuso varios hits y, por decirle de alguna manera, disfrutó de las mieles de la globalización cultural a gran escala. Probablemente no haya calles y escuelas con su nombre. Probablemente la humanidad siga su derrotero hacia la nada misma sin siquiera recordar su voz maravillosa.

Damos por seguro que habrá quienes lloren aun la muerte de Kurt Cobain como la lloramos a ella ahora. Habrá quienes, en un futuro, lloren a Bad Bunny de la misma forma. No importa. Viudos y viudas del pop/rock melanco y superfluo, nos ha tocado a nosotros asistir a su muerte como quien vela a sus propios sueños, amarillentos, resecos, agrios y dulces y esquivos mientras vemos a nuestros hijos acercarse a la edad que teníamos cuando ella iluminaba el cielo y los rankings.

Marie Fredriksson, sueca, grácil y sobreviviente de sí misma expiró su último aliento dejándonos en la memoria un surco igual al del llanto. Desde hace unos días se pudre 2 metros bajo tierra mientras en lugares tan distantes como el sur del mundo los que la amamos rumiamos bronca y desconsuelo. Porque la muerte es una amante rastrera y perra, porque se lleva a quien no merece y al que merece por igual sin distinguir cuánto damos de bueno y de malo. Porque se lleva a quienes nos hacen felices, porque nos coquetea cuando no damos más de la presión del mundo y de los otros, porque le gustan los misterios absurdos y vernos rogar al pie del cadalso del reloj y porque se llevó a Marie Fredriksson.

Quedan su esposo y sus hijos. Queda Per Gessle, compositor de las canciones que cantaba y cerebro creativo del dúo. Quedan sus 11 discos solistas y sus 10 discos con Roxette; decenas de recopilatorios y singles; centenares de premios, decenas de hits. Queda la memoria de ese corte de pelo de ensueño y esos ojos marrones que nos decían «hello, you fool, i love you / come on join the joyride». Quedan millones de fans y quedamos nosotros, a medio vivir o a medio morir, como sujetos, como enganchados, como compelidos a revivir y reformular, con su muerte, imágenes de un pasado cada vez más distante, como un barrilete que se nos voló y va directo contra las torres de alta tensión de una adultez sin mucho brillo ni sentido.

Ojalá tengas una linda excursión a las estrellas, reina de la lluvia, nadie más que vos se lo merece.