Un primitoide que va parado, campera roja, gorrito de lana, siente necesidad de escupir en el suelo. No se priva. El resultado es una baba gelatinosa y verde en medio del pasillo. Uno que sube en el 29 no se da cuenta y la pisa. Resbala con ella y tira manotasos a lo loco para no caer. Otros pasajeros lo ayudan. El moco inmundo parece tener ahora una consistencia aceitosa. El resbalón lo esparció y dejó un mancha de 30 centímetros en el pasillo como si alguien hubiese volcado un poco de resina.

El primitoide no registra la secuencia. Escupe dos o tres veces más pero los gargajos ya no son como el primero. Su mejor obra se ha perdido en el ayer.

Cuando sube una chica, muy mona, con una carpeta roja bajo el brazo el primitoide hace algo singular: se cierra la bragueta. Mira a la piba e insiste con el cierre. A diferencia del sátiro de barrio promedio o el apoyador de colectivo, que ante una mujer o una niña se la bajan y publicitan sus gónadas, este intenta clausurar los accesos de su pantalón. Lo hace con dificultad. A su alrededor, todos lo notan. Incluso la chica, que se para junto a él. En transportes que atraviesan otras zonas la flaca hubiese evitado la cercanía del fulano o hubiese puesto al menos cara de asco intenso. Ella, nada. Perdió su mirada en la lontananza y dejó que el paisaje transcurriera.

El primitoide bajó en Laferrere. Así como algunas personalidades de la historia o las artes dejan su marca en el mundo antes de salir de esta ingrata escena que es la vida, el primitoide, antes de saltar el escalón, junta moco y escupe un último recordatorio a los pies de la puerta.

Una brisa macrista me atraviesa. Les deseo a todos que sean felices.