Pókemon se llama a en realidad Sebastián. Se parecía a Cuauhtémoc Cárdenas, un jugador de fútbol mexicano pero como yo no lo conocía le decía así, Pókemon. A fuerza de insistir, le quedó. Laburábamos juntos en el estacionamiento del aeropuerto de Ezeiza. Pókemon era como todos los que laburábamos ahí, joven, tirando a pobre, medio fulero pero con toda la onda. Le gustaba el rock independiente y las drogas livianas, duras y todas las del medio. Venía de una familia sin padre. Vivía con su mamá y su hermana. Cuando podía se hacía el boludo y no laburaba. También se iba de gira y no volvía a su casa por una semana. Tenía una vida dura de la que trataba de evadirse con lo que tenía a mano tal y como hacíamos todos los esclavos del sector 7G que convivíamos en ese antro infecto, desalmado y multinacional donde en la etapa final del uno a uno conseguías drogas de cualquier lugar del mundo a cualquier hora. Y si no la conseguías, llamabas a la policía aeronáutica y te la llevaban a tu puesto de trabajo.

El Poke, había pegado onda con Gabriel, un rubio gigante y entrador al que apodaban Tom y con la enana, una morocha petisa que era divina, guarra, madre soltera y con un escote criminal. Iban para todos lados juntos. Cuando Tom se compró un auto con lo que había ahorrado de pequeños robos cotidianos de la caja del estacionamiento salían del aeropuerto y se iban a cenar, o a recorrer bares. Se juntaban a ver películas y tomar mate los fines de semana. Cambiaban los días de franco o los turno con otros compañeros de laburo para tratar de coincidir y así pasar el tiempo juntos.

Un día pasó lo que tenía que pasar. La cosa se complicó. O Tom se quiso levantar a la enana o la enana se quiso levantar a Tom. El hecho es que terminaron en la cama. Uno flasheó, o los dos. Arrancaron con algo pero uno de los dos no respetó un supuesto acuerdo que encuadraba la cosa dentro del sexo lúdico. Entonces ya no fueron un trío feliz de amigos.

Dio la casualidad que ella abandonó la casa de su madre y se fue a vivir con su hijo sola. Pókemon le dio una mano. En medio de ese embrollo sentimental le dio calse a Pókemon y Pókemon, que nunca en su vida había visto ni de cerca la felicidad y la dicha, tuvo la revelación del amor entre sus brazos. Le jodía la situación del trío de amistad haciendo aguas pero nadie en su lugar hubiese elegido otro camino. Eligió a la enana. Pero la enana no tenía las cosas muy en claro o las aclaró con Pókemon porque a la semana de andar con él lo llamó a Tom, le blanqueó la situación y le confesó su amor. Pókemon quedó en off side y todo se fue al carajo.

Hasta ahí, un culebrón de Alberto Migré. Una tarde a los poco días nos tocó estar a él y a mí juntos en un mismo lugar. El pibe estaba destruido anímicamente. Tomaba cocaína cuando podía y cuando no, también. Fumaba porro en horas de laburo (como tantos otros) y casi no dormía. Era primavera. El sol del atardecer revotaba en los vidrios de la terminal A del aeropuerto. Era el 2003 y el café con medialunas costaba $3,25. Estábamos apoyados contra un vidrio sin hacer nuestro trabajo, tomando café y maltratando a los usuarios. Había un ambiente triste en el aire. El asunto era vox populi. Los tres turnos no paraban de hablar de eso. 40 hombres y mujeres opinando y tomando partido, incluso los jefes que no eran mucho más grandes que nosotros, y decididamente no más honestos.

En un momento al Poke se le suelta la lengua y empieza a contarme los detalles. Quizás quería hablarlo, quizás pensaba que tarde o temprano le preguntaría. Habló durante horas. Contó esa historia pero también me habló de su familia, de su niñez, de sus adicciones, de cómo pensaba que todo se había engarzado de un modo tal que lo llevaba a ese momento, a ese lugar, a ese sentimiento que le mutilaba el pecho.

En realidad todas estas vueltas son para reproducir lo que me dijo en un momento. Son esas cosas que uno escucha y no se borran más, que funcionan como signos imprecisos de una forma paralela de universo. “Si la enana me hubiese dado bola yo hubiese dejado esta vida de barrilete”, me dijo. No decía algo de compromiso, una figura retorica para escucharse a sí mismo y dolerse de su propio dolor. No se lamía las heridas. No hablaba el adicto, ni el triste, ni el hijo de familia disfuncional. Hablaba la verdad a través del cuerpo de Pókemon. Toda esa vida hubiese dado un golpe de timón, todo ese universo de vísceras y dudas y de tiempo y de carne tensionada entre los vendedores de falopa y el sexo gerenciado hubiese trocado su naturaleza por algo mejor y más noble si las cartas hubiesen sido otras. La posibilidad de emerger renacido del miasma de la vida, puro, desnudo de las anécdotas que nos vuelven un número, un expediente, un renglón más en la lista de asistencia, todo eso se había jugado en la decisión de una piba que la pifió en la elección de su sujeto de pruebas.

Esa noche volví a mi casa sabiendo que jamás en la vida iba a olvidarme de esa cara, esa voz y esa frase. Y siempre que escucho una historia de amor que funciona o que no me acuerdo del Pókemon diciéndome eso: “Si la enana me hubiese dado bola yo hubiese dejado esta vida de barrilete”.

Hace doce años que no sé nada de él. Quizás murió, quizás dejó de barriletear y le encontró la vuelta a la vida, quizás siga en la misma. No sé. Por ahí lo que le deseo está muy bastardeado en estos tiempos pero deseo, como en aquellos años, que sea felíz.