Hace más años de los que puedo recordar también fui joven, adolescente más bien. Como todos, ni más piola, ni más boludo que el común de la gente. Algo más dado al drama, quizás. Por eso cuando la otra noche soñé con Casita de Pan, parte de esa época se me vino al filo de la lengua y me dejó ese gusto entre dulce y amargo que tienen los buenos licores vencidos que olvidamos en la alacena y a los que les entramos un trago cuando no hay otra cosa.

Casita de Pan era una chica que me gustaba. No se murió pero creo que dejó de ser un poco quien era en aquel entonces. El tiempo no pasa al garete. Era medio petisa, flaca, de pelo renegrido hasta los hombros. De tez trigueña, voz de pito, hiper ultra recontra aplicada para el estudio. La conocí al segundo día de empezar el secundario. Entró al aula y flash, me quemó los ojos para siempre. Tenía una hermana unos años mayor que fue madre a los 15 y que estaba tan buena como ella pero era el triple de pirada.

Casita de Pan, con los años, dejó de ser una púber linda y se convirtió en el objeto de deseo de alumnos y profesores. Todo el mundo quería entrarle pero ella, lúcida, inteligente y sabedora de ese atractivo, no le daba cabida a nadie y disfrutaba de hacerse desear. Fue reina de la primavera en un baile del colegio. Nunca volví a ver a tantos borrachos estupefactos con una mujer. Cuando salió al escenario con una minifalda rosa y una especie de remera que le dejaba el obligo al aire un compañero me dijo

 -No me aguanto, voy al baño a pajearme, cuidame la campera. Y lo hizo. Fue y volvió para seguir llenándose los ojos.

Algunos años antes de eso, a fines de 1994 o tal vez en el 95, me mandó a decir por una compañera que nunca me iba a dar bola, por judío. Cosas de chicos, no la culpo. Años después las cosas de la vida me llevaron a laburar con un pariente de ella. Dio la casualidad que yo tenía una historieta con una chica judía, muy muy judía, de sinagoga, militante, casi casi sionista, una doctora en literatura checa con muy pocas pulgas y tolerancia cero para todo. Una vez me dio una cachetada por cruzar la calle en rojo. Así de mal llevada. El pariente se tenía que encontrar conmigo por algo.  Al encuentro fui con la doctora. El tipo, vaya uno a saber por qué empezó con que los judíos esto, los judíos lo otro. De reojo vi como la flaca entraba en calor, le rogué a los dioses porque se quedara en el molde y por una vez me escucharon. No le dijo nada. Después me la tuve que fumar durante meses recriminándome el por qué dejaba mancillar así a mis ancestros pero la flaca no entendía que el tipo era el que me garpaba. Como tenía una posición social distinta que la mía no sabía que a veces te tenés que meter los valores en el orto si querés comer caliente.

La cosa es que aquel desplante de Casita de Pan se encontraba medianamente justificado. Tenía un pariente xenófobo. Creo que después se le pasó. Nunca tocamos el tema.

Jamás en la vida tuve ni la más mínima oportunidad con ella. Ni aun en sus épocas de desesperación en las que se la pasaba de pastilla en pastilla y de psiquiatra en psiquiatra y pegaba esos laburos de mierda que pegábamos todos cuando la única pandemia que conocíamos era la del menemismo.

Reconozco haberla cargoseado un poco pero todavía no había un feminismo lo suficientemente extendido que nos enseñara que por ahí eso no estaba bueno. Creo no haberme pasado nunca de la raya.

Una vez, en una de esas rachas de mala vibra, me llamó. Estaba mal, pesimista, negativa, apagada, oscura. Me horrorizó verme reflejado en alguien. No era su estilo, por eso noté el contraste. Ella no estaba hecha para esta vida en la que los colores más vivaces se ven siempre grises. Lo superó.

Muy cada tanto nos vemos. Charlamos un rato y cuando le cazo la cara de aburrida, digo buen provecho y me voy. Le caigo simpático pero no para mucho más que ver una banda, tomar una birra y despedirnos. Con ella me pasa algo curioso. Me siento desnudo. El amor adolescente que le tuve ahora es más que polvo pero sé que no me puedo ocultar delante de ella. No me puedo hacer el piola, no puedo posar de interesante ni hacerme el superado. Casita de pan me saca la ficha.

Hace algún tiempo, coincidimos en una reunión. Entrada la noche se van casi todos. Quedaban la dueña de casa, yo, Casita de pan y otra piba. La dueña, en pedo y porreada, delante de los presentes me agarra la entrepierna y me invita a garchar. En una situación diferente lo hubiese pensado, pero Casita de pan me miró. Solo hizo eso, me miró. Agradecí la invitación y dije que no. Ponerla sabiendo que Casita de Pan estaba ahí…no se me hubiese parado. La dueña de casa me trató de puto, de maricón y pito corto. La situación se puso incómoda. Casita de pan bajó a abrirme. Cuando abrió la puerta me sonrió. Fue lo mejor de la noche.

*

En realidad, para ser honesto, no solo soñé con Casita de Pan. También soñé con Ojitos dulces. Hablé de él en otro lado. Ojitos dulces es, en la fantasmática de mi vida, una suerte de archienemigo. El jocker de mi batmanidad. Ojos azules intensos, billete, amigos, títulos, mujeres hermosas, autos, viajes, prestigio. Todo. No ahora, sino desde siempre. Un liberal insoportablemente pedante que le cae bien a todo el mundo. A mí, mis mejores amigos pasan años sin hablarme.

Ojitos dulces se apretaba a todas las pibas que me gustaban. Era el preferido de muchos profesores. No tenía amigos varones pero sí un séquito de amigas mujeres que lo defendían a capa y espada.

Se recibió de algo vinculado a la administración de empresas antes de los 25 y ahora si no es el gerente general de un frigorífico le pasa raspando. Me dijeron que tiene fotos esquiando en Aspen colgadas en sus redes sociales.

Ojitos dulces se apretaba a Casita de pan en el colegio. Y una amiga de Casita, la dueña de casa que me trató de puto, maricón y pito corto, me dijo una vez que también por aquellos años, garchaban. Él era el novio eterno de alguien a quien llamaremos la Tigresa, otra chica de la que hablé una vez, pero también se encamaba con mi Casita de Pan. Sabemos cómo son los ricos, no les basta con su riqueza, también van por la de otros.

Se achuraban. No solo en el colegio. Luego, también.

Cuando se cumplieron 10 años de egresados nos juntamos en una especie de reunión para pasarnos revista. Esas cosas deberían prohibirse. Ver quién engordó, quién se casó, quién parió hijos, quién amasó su primer millón. Una especie de festividad de la vanagloria y el fracaso.

La cosa es que estaban Casita de Pan y Ojitos Dulces. El alma de la fiesta era Ojitos. Se había casado con una compañera de la facultad a quien había conocido embarazada de otro. Se hizo cargo de la criatura, le dio su apellido. Contaba lo mucho que la amaba, cuánto le había cambiado la vida ser parte de una familia. Era una suerte de Jesucristo redivivo en plena gracia pentecostal. Pero resulta que yo sabía que garchaba con Casita de pan porque ella me lo había contado. No en la secundaria. En esos días, esa misma semana. Ella ahí mirando para otro lado, sonriente y desenvuelta y él, cual madre Teresa. Como yo ya era un viejo choto que seguía usando remeras con la hoz y el martillo, me vestía como pendejo y estaba borracho nadie prestó atención a mis ironías, salvo Casita, que me miró, como una tía que te pellizca la pierna bajo el mantel cuando decís que los fideos de la nona son un asco. Me llamé a silencio. Creo que terminé jugando a la bolita con los hijos de mis compañeros. Al pedo crecer para caretearla.

*

Casita se recibió unos días antes que yo. Se estableció. No le va mal. No está casada, no tiene hijos. Al menos compartimos eso. Ser parte de una especie que desaparece.

Ojitos vive una vida de ensueños. La última vez que escuché de él me dijeron que se había quedado pelado. Ahí lo tienen. Algo de justicia debía haber en este mundo sucio. Yo me levanto y en mitad de mis ruinas puedo preguntarme ante el espejo ¿Cómo voy a peinar todo esto?

Me cierran el bar. Chauchas.