Los pecadores me cuentan cosas. Al parecer en algún momento de la vida desarrollé el talento de una escucha que otros asumen cómplice. Vienen y tarde o temprano vuelcan en palabras sus trapizondas, sus agachadas, sus infidelidades y pequeñas y grandes deslealtades. A veces ni falta hace, les saco la ficha y se dan cuenta. Me lo ven en la mirada. Criminales de la moral cotidiana se sientan frente a mí y narran. A diferencia del psicólogo que escucha sin juzgar, del sacerdote que escucha, perdona y aplica una pena de cuarta, o del juez que encarcela, mi función es casi la de servir de testigo y advertir las consecuencias. A nadie le importa lo que les diga. Me escuchan, medio a desgano, enumerar las líneas de acción posible ante tal o cual acción, las responsabilidades que habría que asumir. Les vale madres. Solo vienen para reafirmar sus posiciones, como si necesitaran unicamente alguien que los vea sacarlo de adentro. En especial los hombres, para quienes si no lo cuentan no pasó. Para la mujer es distinto, cuando lo cuenta, lo que cuenta puede hacer arder al mundo entero.

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También los veo declamar en público valores que en privado no sostienen. No son malos o, en el peor de los casos, son víctimas de la vanalidad del mal.

Es cierto que la mayoría de las veces sus acciones son privadas y de las puertas de su casa, de las fronteras de la cama o de las venas para adentro cada uno hace cuanto puede con lo que tiene a mano. Hace tantos años que abandoné la carrera de psicología que no recuerdo como laburaba el psicólogo con eso que depositaban en él. Hace tantos años que dejé de frecuentar la fe que tampoco recuerdo cómo hacía el sacerdote para operar con la culpa del otro. A mí me queda dando vueltas.

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Este frecuentar los bajos fondos de la moral pone en perspectiva todo. Es un universo de grises, de líneas delgadas. Cualquiera puesto en situación tiene su precio. Basta con atinarle al deseo justo para que el más pulcro de los oficinistas eche por la borda la vida entera.

En una de las más tremendas historias de Batman, La broma asesina, el Guasón intenta demostrar que cualquiera, llevado al extremo, se vuelve un pirado sociópata como él. No hay que llegar a tanto. Incluso los señoritos de la moral más impoluta patinan. Peores son aquellos que dejan sus excesos libertinos por el exceso disciplinador. Los que gambetean la adicción a la falopa con la adicción a la palabra de dios, los que de tanto ponerla ahora pregonan celibato.

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No importa. Hoy, en el bondi de la vida, vi a dos, que son amantes, caretearla como los mejores. Capaz que deberían hacerse responsables de eso alguna vez, no sé, la vida es más compleja de lo que parece.

Aleluya.