Sí, un poco sexista; sí, un poco recontra desubicado, también. Pero la cosa es que tengo un registro mental de la gente con la que viajo ubicándola por algún rasgo distintivo. Suele pasar. Años saliendo más o menos a la misma hora, tomando el mismo colectivo, abarrotado contra los mismos otros, hace que algún indicio de sus vidas quede en la memoria. Ni hablar de sus conversaciones con otros o por celular, siempre empezadas, sin contexto, que permiten suponer -amanecido y sin desayunar- que los otros son paradigmas de la inocencia o la culpabilidad y con mucha probabilidad, ambas a la vez.

 Culito no tiene más de 23 o 24 años. Tiene la piel trigueña y pelo teñido de un rubio oxigenado. Nunca, pero nunca jamás se le ven las raíces, ni está despeinada. Siempre se lo plancha y se coloca cremas y tónicos que se lo dejan como el de las modelos de las revistas. Se los pone en la parada, al aire libre o en el colectivo, como si el mundo todo fuese un camarín. Usa esos jeans con la cintura muy arriba, ajustados hasta la asfixia que le afinan las costillas y le magnifican el culo de tal manera que parece una mezcla de video de reggetón y pantalla de cinemascope. De hecho, toda su ropa le entraría a un niño, a un niño que pretendiera vestir como adulto. Es peticita y se maquilla mucho, con colores pastel. Sube en mi parada, vive del otro lado de la ruta y no tengo la más remota idea de cómo se llama. Ella y su prima, Culito II, trabajan en Laferrere. A veces viajan juntas, sobre todo en verano. Por la forma en la que visten, siempre a la última moda, sospecho que trabajan en un local de ropa juvenil tipo Akihabara o Kosiuko o sus símiles del conurbano profundo. A veces están en la parada y se suben a un auto que las pasa a buscar. Indistintamente lo maneja una mujer y un hombre, los dos visten igual que ellas, a lo top.

De un día para otro no apareció más. Así de simple. Culito II, la prima de Culito, es menor que ella. Pasa fácil por adolescente. A través de sus charlas por celular me enteré hace unos meses que Culito había quedado embarazada, que, aunque el padre de la criatura era un barrilete, en la familia estaban contentos y que una vez nacido el nene o nena se dormía a las 11 de la noche y despertaba a las 10 de la mañana. ¿A dónde guardaba a la criatura en ese cuerpo diminuto? Sólo los dioses lo saben.

Culito y su prima son pasajeras muy correctas. Nunca escuchan música sin auriculares. No empiezan una carrera desesperada y a los codazos por un asiento. Cuando algún desubicado les dice algo lo miran con un desprecio que acalla cualquier insistencia. Son mujeres de carácter, se les nota. A fuerza de llamar la atención por su aspecto parecerían haber desarrollado una mirada que advierte “un paso más y te corto la pija con mi arqueador de pestañas”. Da miedo cuando miran así, en serio.

Las dos tienen voces un poco chillonas. Siempre, siempre, siempre mascan chicle de menta y huelen a desodorantes que me recuerdan al impulse de los años ´90. Todo el día. Alguna vez las crucé a la vuelta, por la noche, con ese look impoluto como si el día laboral no hubiese pasado para ellas. El resto volvemos barbudos, ojerosos, plenos de la frustración y el desencanto de una vida sin objeto. Y se nos nota. A ellas no.

Hoy, llego a la parada. Viene el colectivo. La gente se agolpa. Viene repleto. Elijo no subir. Un pibe le dice a alguien en la multitud “subí que entrás”. Del gentío emerge ella, no diría como Venus de la espuma del mar porque sería tirar mucho de la piola, pero algo parecido. Divina, impoluta, sin rastro alguno de embarazo, sin marcas de sueño, con una remera y un saquito que le dejaban el ombligo al aire cuando el resto usamos campera y alguna que otra vieja, bufanda.

Volvió Culito. Alá es el único dios y Mahoma su profeta.