Hay una ebullición entre los bien pensantes. La marcha contra los femicidios, la violencia de género y la opresión falopatriarcal y heteronormativa ha generado una pátina de corrección política que hacía tiempo que no se sentía en las calles.  

Nadie en su sano juicio puede estar de acuerdo con las distintas formas de vejación, violación y muerte que padecen las mujeres en nuestro país por inacción de todos los estamentos del estado y la sociedad civil. Pero del mismo modo que ocurrió cuando en su momento se debatió la ley de matrimonio igualitario los apoyos se diluyen o se vuelven lábiles cuando se entra en los detalles, como en el caso de la adopción homoparental.

 Parecería ilógico que un hombre heterosexual más o menos normalizado no apoyara la protesta ni se sumara a la campaña de difusión. Pero como bien han notado muchas mujeres la campaña ha sumado el apoyo de reconocidos misóginos y cosificadores de cuerpos; de funcionarios ineptos para la prevención del abuso, de mujeres que reivindican la violación de los derechos humanos más elementales. Es decir, se ha vuelto una bolsa de gatos, una moda. Hace unos meses se filmaban tirándose agua fría, hoy se sacan fotos con el slogan #ni una menos. 

Otra cosa que han notado con gran lucidez es que parte del discurso indignado con el actual estado de cosas parte de la defensa de la mujer como madre, hermana, hija, novia. Es decir, se pondera la integridad de la mujer en tanto tiene un tipo de relación con un hombre, pero no como mujer en sí misma sino como objeto abusado “de más” cotidianamente. 

Esta defensa naif también invisibiliza otros ejercicios posibles de la femeneidad ya sean trans, queer, inter, lesbo, homo. Otra vez, se defiende lo políticamente correcto pero se dejan fuera los detalles que le dan textura e importancia al reclamo.: la multitud de historias personales que recorren toda la escala de la violencia.

Algunas agrupaciones o representantes del feminismo más combativo han sentado posición al respecto de la presencia o apoyo de hombres heterosexuales al reclamo: No lo quieren, les parece un insulto tan agraviante como una violación puesto que no han (hemos) renunciado a los privilegios y prerrogativas de género. Si se penetra sin dejarse penetrar se es el enemigo. Cualquier posicionamiento desde ese lugar es una falsa condescendencia para la foto de, como los llaman en lenguaje académico, cis biovarones.

Es esta última posición, acaso la más irreductible y extrema, la que debería generar una reflexión honesta por parte de los hombres heterosexuales bien intencionados (entre los que creo contarme).

No hay marcha, ni protesta ni ley alguna que cambie el orden del mundo sin una revisión profunda de nuestras prácticas masculinas. Desde las primeras pedagogías hemos sido configurados para oprimir sin saberlo, sin verlo ni quererlo. Oprimimos de forma evidente con actos de barbarie que ocupan los títulos de cualquier matutino. Hombres como nosotros, machitos, con su pene erecto y orgulloso, violan, matan, queman, mutilan, esclavizan. Pero también incumplen sus deberes filiales, insultan, manosean en el transporte público; se aprovechan de su posición de poder, pagan menos una mujer por igual trabajo que un hombre, no respeta sus derechos civiles y laborales. ¿Cuántos años hace que en la república Argentina no se debate un aumento de la licencia por maternidad? ¿Cuánto escándalo mediático generó la sola posibilidad de otorgar una pensión a las integrantes de la comunidad trans, uno de los sectores más postergados del país junto a los pueblos originarios? 

El juicio de patriarcalismo pesa incluso sobre aquellos que intentamos no oprimir, no insultar, no obligar, no forzar ni degradar ni menoscabar. Y pesa con razón, porque hay espacios que no vemos, que no podemos ver si no somos permeables a la voz de las oprimidas. No olvidemos esto: Es el cuerpo del vencido el que es exhibido en las revistas de todos los puestos de diario, son los cuerpos de las víctimas los que se venden en el porno industrializado, los cuerpos formados a imagen y semejanza del deseo del amo, como las caricaturas normalizadas del negro, del indio, el puto y el judío y el zurdo. Una cabeza en la chimenea – erecta – del cazador. 

Debemos horadar las formas tradicionales en las que habitamos nuestra masculinidad. No obstante, mientras eso sucede, mientras encontramos (o nos encuentran) el modo de dejar de ser opresores sin complicidades ni subterfugios bien nos valdría sumarnos en silencio. Porque es eso lo que nos incomoda de las posiciones del feminismo extremo: Que nos manden a callar, tal y como nosotros lo hemos hecho con ellas.