Desde tiempos inmemoriales distintos sistemas de pensamiento ejercitan el repliegue hacia la interioridad. Buscan, mediante multiples mecanismos, someter el deseo a la voluntad, disciplinarlo, contenerlo en su mínima expresión para intentar abolirlo.

Uno de esos mecanismos era agotarlo, ya sea satisfaciéndolo hasta no poder querer más (supongamos allí una búsqueda hedonista-epicúrea) o privándolo de cualquier tipo de satisfacción hasta que se consumiese a sí mismo (pensemos en alguna variante zen o filo estoica cristianizante). Esperar el último servicio del 96 semi rápido en Constitución abreva en esta escuela del despojo. Uno espera que venga y no viene. Excede la mera necesidad de ir de un lugar a otro, desborda el tránsito vulgar, el movimiento mecanicista. Se desea que venga, es un capricho, una fijación neurótica que nos hace exigirle al orden de las estrellas que ese colectivo arribe de una vez, que se cumpla la concatenación universal de causas y efectos que nos ha puesto allí con el único fin de subir al colectivo que se nos prometió en el cronograma de servicios. Y no viene. Esa ausencia es un puñal en el deseo que se niega a morir, que está ahí latiendo como el amante que sabe que su amada ya no vendrá e igual se masturba fantaseando su regreso; así es el deseo insano que aguarda la llegada del 96.

Como todo deseo ignora el contexto. No le importa que el barrio esté desierto, que la gente abandone a las puteadas la fila buscando otro modo de ir donde su cansancio la lleve. En ese espacio donde la gente arroja botellas a la calle de pura bronca, donde patea persianas metálicas para clamar su descontento ante dioses y hombres, donde gimotea por la sangre de los hijos de empresarios, de colectiveros, del mal nacido de Randazzo que auguró una revolución para esos pobres diablos come-promesas, aun allí, el deseo espera. Flaquea, teme, desespera de la angustia barroca de que no venga y el mundo entero por un segundo se acabe en ese agujero donde todos nos volvemos sin ningún matiz lo peor y más infecto de la estirpe humana.

El deseo se equivoca. Aunque ahí este viniendo, aunque ahí salga de la terminal y se prenda la luz del cartelito amarillo, aunque frene y abra la puerta y el puto del chofer mire para otro lado para no cruzar la mirada con los cientos que le desean el cáncer más gravoso y denigrante, aunque al fin llegue, el deseo se equivoca. Sólo puede ser feliz quien no espere nada, quien no le exija al mundo un orden que sólo pueden pagar los ricos.