Hace mucho, mucho tiempo, cuando un dolar era un peso, Lanata era bueno y Cristina menemista, estaba el secundario. Era como una fiesta larga y aburrida de cinco años que se ponía buena al final. Ahí estaba ella, Marcelita. Colorada, pecosa, brillante, que hablaba hasta por los codos y de una simpatía que, dicen los que saben, aun conserva. Era tan linda que se daba el lujo que ninguna mujer debería negarse, salía con los tipos que le gustaban. Nunca le faltaba novio. No les era infiel pero los cambiaba con cierta regularidad. Algunos prestábamos atención para encontrarla en un impasse y probar suerte pero la suerte no tiene miramientos con nadie, menos con aquellos que, teniendo 17 años, solían pasar sus tardes mirando los caballeros del zodíaco.

Luego estaba el Pepe. Ni alto ni bajo, morrudo, tirando a gordito pero firme. Fanático del rock barrial antes de que se llamara barrial y de la cumbia antes que…bueno, la cumbia ya se llamaba cumbia. Poca gente a su edad sabía tanto como él sobre motores citroën. Tomaba vino con limón en una esquina perdida de Pontevedra, cuando salía del colegio. No era un fan de los dibujitos pero su suerte con las damas le era un tanto esquiva.

Se conocían, habían sido compañeros unos años antes, tenían una decena de amigos y conocidos en común. En una fiesta, cuando ella se peleó con uno de sus novios más estables – tanto que llegamos a recordar su nombre- las estrellas se alinearon. Nunca supimos muy bien por qué o cómo fue pero al otro día nos amanecimos con la noticia de que Marcelita y el Pepe transaban. Algunos quisimos cortarnos las bolas para dar cuenta del impacto. Luego comprendimos que si los dioses le sonreían al Pepe en una de esas también podían sonreírnos a nosotros.

Y no sólo transaron una vez. Lo siguieron haciendo. Duraron poco más de dos semanas en las que si bien la cosa no se oficializó todos dábamos por hecho que ahí había algo que iba viento en popa. Nos equivocamos. Algo pasó, no recuerdo qué y ella lo cortó. Se habló de él manejando medio borracho y estropeando una torta, se habló de ella teniendo encuentros furtivos con su ex, se habló, se habló, se habló al punto que ya no había fronteras claras entre los hechos, las fantasías y los oscuros deseos que los cubrían a ambos; porque el El Pepe, fíjese usté, tenía sus seguidoras ocultas que deseaban la muerte de Marcelita como quien desea una fractura doble expuesta en el maxilar de Mauricio.

Así como empezó, así terminó. Ella siguió su vida. Acostumbrada a ser feliz hacía rato que había aprendido que el olvido puede ser injusto pero siempre eficaz. Otros tardan años en aprenderlo, entre ellos, el Pepe. A los pocos meses lo crucé en la ruta. Él iba en una camioneta destruida que tenía por aquel entonces. Me dijo que me llevaba donde quisiera, tenía ganas de hablar de Marcelita. Tenía, además la intensión de que yo le hiciera llegar a ella esa tristeza en forma de relato lloroso, habilidad por la que me conocían por aquellos años: escritor de cartas de amor por encargo.

El Pepe no fingía. Estaba triste en serio. A la distancia se puede pensar que era la sangre en el ojo machista reconvertida en un modo pasivo del “son todas putas”. También puede pensarse en la desesperación de verse sin esa belleza colorada a medio centímetro de uno, respirando su aliento, sintiéndole los latidos. Es decir, sin poder tocar esas tetas otra vez. Pero sea como fuere, había verdad en su voz apenas temblorosa y en sus ojos brillantes cuando la nombraba.

No pude o no supe hacer nada por él. ¿Quién hubiese podido? Por eso cuando muchos pero muchos años después escuché esta canción, una de las primeras imágenes que me vinieron a la mente fueron las de Marcelita y El Pepe que, donde fuera que los haya llevado la vida, les deseo que nunca les falte café, un lapiz, una ducha caliente, caramelos, cordones de zapatillas, un destornillador, luz, azucar y sal.