Constitución. 21 horas. Baño. De los nuevos. Lindos. Cuidaditos. Tirando a limpios. Hay un pibe de limpieza que está sentado en un rincón, seis horas diarias, cincos días a la semana fumándose el olor a meada. Podés tirar perfume de Christian Dior pero cuando orinan literalmente miles y miles de tipos al día no puede oler a otra cosa. Así que el pibe le cuenta a un viejo que al principio se quería matar pero después se acostumbró. Como si algo adentro del balero le hubiese hecho un clic. Ahora no huele nada. Dice que la madre le hace polenta y no huele nada; que la suegra le cocina pescado y nada. Dice que no hay mal que por bien no venga porque ya no tiene las ganas de vomitar que le daba todas las noches cuando pegaba el último Roca a Temperley y todos los vagones olían a trapo de piso húmedo. En verano, cuenta, se iba en bondi y tardaba 40 minutos más, no había caso, no se la bancaba. Ahora, sí.

El viejo no debe tener más de 50 pero muy muy complicados. Le cuanta al pibe que se pasó los últimos 40 años podando árboles y cortando pasto pero que no lo puede hacer más. Se cayó y se hizo cajeta la columna. Ahora solo corta pasto pero que la cosa está tan complicada que la gente elige vivir entre los yuyos a gastarse el mango de la comida. Le muestravlas manos. Parecen dos ladrillos.

En la parada están los floristas. Unos pibes que van y vienen vendiendo plantas. Andan con unos cajones que rompen las pelotas arriba del bondi porque suben, los tiran donde se les canta y arreglate. Guai que le pises una hoja o le patees el cajón. Peor que tocarle el culo a la madre. A veces están tranquilos, a veces no. Hoy están picados. Se clavan una sequita de un paco mezclado con algo que disimula el olor. No creo que la idea sea pasar desapercibido sino rebajar el corte. Están justo adelante mío. El humo me envuelve. Aguanto la respiración hasta que me dan los pulmones pero no hay viento y el baho no se va. Cuando vuelvo a respirar cometo el error de aspirar una bocanada. Quedo del reverendo ojete en 20 segundos. Protocolo de emergencia: documentos, están. Teléfono, está. Tarjeta Sube, está. ¿Me estoy babeando? No. ¿La bragueta está subida? Más o menos. ¿Color de la cara? Cual adolescente pelotudo tiro una selfie. Resultado: blanco ala. Hay que hacer algo. Me doy vuelta para decirle al que está atrás si me cuida el lugar que voy a comprarme una coca. Es una viejita boliviana, con chambergo de colores y trensa larguísima y renegrida. ¿Te sentís bien? Me pregunta. Le digo que no, que si me cuida, que ya vuelvo. Bajar el cordón es un esfuerzo sobre humano. Eso me pasa por tener el estómago vacío. Tengo chuchos de frío. Al final soy un flojito, lo sé. Como drogadicto profesional me cago de hambre. Llego al kiosko, le suplico por una coca. Me vende por 20 mangos una botellita de Pepsi diminuta. Le pedí coca pero si me hubiese vendido jugo de sandía ni me hubiese dado cuenta. Me la tomo en 10 segundos. Me activa de una, pero igual estoy boleado. Vuelvo. Le agradezco a la señora que me ofrece, cómplice, un poquito de hojas de coca que saca del bolsillo del saco de lana que usa. Le agradezco pero no se lo acepto. Paranoiqueo que en ese estado de pelotudez mental lo último que necesito es cocaína. Una boludés pero solo quiero sentarme. Los floristas, qué va, más que frescos, están para multiplicar polinómios. A mí me cuesta respirar. Viene el 96. Me cobran un riñón el pasaje. Me siento. Abro la ventanilla. Antes de subir a la autopista ya estoy en mis cabales. Cuando estamos a la altura de Boedo uno me dice ¿Campeón, me cerrás la ventanilla que me estoy cagando de frío? La cierro. Me agradece. Ya se me pasó.

Me dispongo a una siestita reparadora. Espero no pasarme.