No puedo jactarme de grandes cosas. No tengo logros significativos. No hice fortuna. No tengo un laburo que me realice como persona. No viajé por las costas lejanas del mundo, ni conocí a grandes personalidades. Nada de eso me pesa mucho que digamos. Lo único de lo que puedo jactarme con orgullo y cierta superioridad moral es de haber leído. Ni siquiera de haber escrito porque, vamos, los que me conocen lo saben, soy un escritor medio pelo. Pero eso sí, soy un lector profesional. Por ahí no un lector actualizado, atento a las novedades. Pero sí un tipo que antes de terminar el secundario había leído mucho, mucho más que la mayoría de sus profesores.

Mi vida es inentendible sin la lectura, sin los libros. Por eso no me pesa no haber viajado. He visitado con los ojos desde las arenas del desierto más antiguo hasta los Pilares del Alba de Sideneo 4. La gente se saca fotos en París para subir a su Instagram. Puedo, mal que mal, hablar un largo rato sobre la evolución arquitectónica en ambas orillas del Sena desde que la ciudad se llamaba Lutecia hasta las calles descritas por Sartre en La Nausea. Creo haber entendido bastante de la naturaleza del espíritu humano leyendo sobre sus atrocidades y sus clemencias gracias a Chejov, Dostoievski o Brooks. Y así. Consuelos de tonto, dirán. Y tienen razón pero hasta ahí nomás.

Y digo todo esto porque basicamente todos los dias del maestro recuerdo, en la figura de la Señorita Liliana Landera, a todos lxs otrxs maestros que me crucé en la vida. Ella, en particular, me enseñó a leer y a escribir. Tal vez más que eso pero elijo recordarla por eso porque es eso lo que me hace ser un ser humano digno ante el espejo. No digo que quienes no lo hacen o no pueden hacerlo no lo sean. Digo que es eso lo que me hace a mí ser digno de ser, de estar en el mundo. Porque aunque no sea una lumbrera que derrocha claridad sí soy alguien que aspira a ver un poco más. Y esa herramienta, única, indispensable, fundamental me la dio ella, me enseñó a usarla y a reutilizarla; sin prescripciones, sin el deber ser de la lectura, como un escalpelo con el cual cortar la superficie de la propia mirada y ver con los ojos de otros, la vida de otros, en otros lugares y otros tiempos y así leer la propia vida a la luz de otras posibilidades y no solo de lo dado. Me la dió y como toda buena maestra me dijo sin decirlo «ahora, arreglate solo».

Ese ejercicio, por supuesto, tiene un precio, un salario que como todo trabajador merecía ser remunerado y que imagino que rara vez estuvo a la altura de su valor. Sin embargo, tal vez porque me consta, creo que una gratitud como la mía es igual a la de los miles de alumnos que tuvo mientras fue maestra y que la recuerdan con un cariño y un afecto tan sincero como el mío pero menos rimbonbante y pretencioso.

Por eso gracias, a ella, a quienes la siguieron y a todxs lxs que trabajan a diario con los millones de pibxs de este país para ayudarlos a ser un poco más de lo que serían sin eso que ellxs brindan. Salud.