Las noches de pandemia se hacen largas. En especial si te labura el balero, si te quedás rumiando lo que perdiste, lo que nunca vas a tener, lo mucho que te cuesta cada cosa medio pelo que lográs a fuerza de prenderle velas a la virgencita y trotar hasta Luján cada vez que lo amerite.

Por eso desde hace un tiempo, cuando mi gente se va a la cama, salgo al fondo y me trepo al techo. Pa´matar al insomnio, pa´convencer al sueño a ver si se da una vuelta. Más o menos el mismo tiempo que hace que lo veo al Titi, siempre a la misma hora, vestido igual, yendo y viniendo.

Titi es un vecino, vive a una o dos cuadras. Debe tener mi edad pero la lleva mal. Creo que lo conozco desde siempre pero jamás cruzamos palabra. Era del grupito de pibes del barrio que se juntaba en la esquina. Recuerdo que alguna vez, harán veinticinco o treinta años, me boludearon cuando pasé delante de ellos. Cosas de pendejos camorreros. No les dí cabida. Mitad de cagón mitad porque hubiese sido inútil. Ni les iba a ganar a mano limpia ni los iba a convencer de que no era un boludo. Mis ex opinan hoy lo mismo que ellos por aquel entonces.

La cosa es que sé por lo que comentan los vecinos en el almacén que a Titi lo rajaron después de veinte años del frigorífico en el que laburaba. Ahora nomás, arrancando la pandemia. Tiene dos pibes y una esposa que me dicen que también es del barrio pero que no conozco.

Así como yo me subo al techo, él sale a la calle. El perfil me da justo para verlo: abre la reja y arranca. Se prende algo, un pucho o no se qué, y camina hasta la esquina, sobre la ruta. Si estiro el cogote veo el poste de luz donde se apoya. Ahí se queda un rato, bajo la única lámpara amarillenta que queda. Mira al cielo y pega la vuelta.

En una época digamos que normal, a las tres de la matina, se lo podría confundir con alguien que sale a laburar o a comprar o  vender fafafa por ahí. Pero no. No se encuentra con nadie. No lleva bolsito ni mochila. No lleva el paso apurado del que necesita alguna nafta para seguir remando. No tiene la cara dura, no nariguetea, no se persigue. Diría que lleva el paso de los que amasan una duda, como esa gente que mastica una pregunta o esos que saben que algo no les cierra pero todavía no  saben qué. O algo así.

Por ahí aprovecha esa hora porque sabe que no hay nadie en la calle que lo salude. O capaz que le tiene miedo a la cana que cuando busca coima no discrimina razones. O tal vez es la hora en que sus pibes y su señora duermen y entonces se toma la libertad de caminar por una calle de tierra perdida de dios.

No escucha música. Me parece que tampoco lleva celular. Solo los puchos. Algo raro debe tener porque los perros no le ladran. Va y viene. Noche tras noche.

La otra noche llovió a cantaros. Igual subí. El pibe también salió. Sin paraguas. Mojados, él y yo, cada uno por su lado nos prendimos un pucho. Él pensado en los suyo y yo en lo mío. ´Taba fresco. Fue hasta la esquina y volvió. Antes de abrir la reja miró para mi lado, justo hasta donde estaba yo y levantó la mano, como saludando, al pasar. Me junó. Devolví el gesto. Entró. Cerró la reja.