Conozco pocos extranjeros pero si me cruzara con alguno y me pidiera un consejo para moverse por la ciudad le diría una sola palabra: regularidad. Ahí está el secreto. Encontrar las regularidades ocultas en la trama evidente de lo cotidiano.

Por ejemplo, los fumadores de paco de Constitución. Son varios, una veintena, más o menos. Los números cambian, ora porque se mueren, ora porque pasan una temporada en cana, ora porque los mandan a una granja a rezar y curtirse en los secretos de la porcelana fría.

Los pibes serían objeto de un análisis sociosemiótico de primera, lástima que los académicos suelen interesarse por cosas con más rating, como el problema de los universales en la edad media o la primacía del significante en el estructuralismo de inspiración lacaniana. En fin, la fácil.

Los paqueados tienen un estar en el mundo, una forma de habitar su propia vida, que es signo de varias cosas. Un ñato cualquiera los mira y solo encontraría un ente balbuceante que se babea y tiene espasmos de violencia. Un ojo entrenado puede con ellos realizar pronósticos climáticos, electorales, demográficos y el resultado de Barracas Central y Colón de Santa Fe. Con ellos puede saberse la hora sin apelar a la posición del sol, la época del año sin mirar a las estrellas o descular si el prode de Azerbaiyán con Armenia por la región de Nagorno-Karabaj terminará en local, visitante o empate. Pero eso sí, hay que mirar bien mirado. Nada de dar vuelta la cara cuando los tipos vomitan. Nada de que se te parta el alma cuando los ves morir de hambre y abandono tendidos en el cordón de la vereda; nada de vitorear a los milicos que los cagan a palos por nada ni secundar a quienes reclaman su muerte cuando se afanan un celular y salen corriendo como alma que lleva el diablo. No señor. Para que los paqueados puedan servir como borra de café o vísceras de animales, el iniciado debe, cual antropólogo, compartir sin prejuicios parte de sus espacios, en nuestro caso, la parada.

Hay algo en el paqueado que lo conecta con la espuma cuántica, una disposición espiritual que lo hace contemplar el noumeno, la verdad primigenia, la luz de la revelación. Por supuesto, la contemplación de una realidad de ese tipo enloquece, ciega. Alá se presentaba ante Mahoma detrás de setenta velos porque la sola contemplación del rostro divino abrazaría a quien se atreviera a tamaña locura. Hay mujeres que uno las mira y queda ciego para cualquier otra. Algunos muy encajetados con Gustavo Adolfo Bécquer a eso le llaman amor. Otros pelotudez. Lo cierto es que nadie sale indemne de cierto tipo de visiones. El paqueado, en su viaje por el transmundo del manitol y el bicarbonato de socio, no es ajeno a esa verdad. El problema es que no lo sabe. No puede saberlo. Ya no quedan en él neuronas que hagan el trabajo duro. Puede vivir con cierta normalidad, al igual que los que votan a Milei o los que se pasan un fin de semana viendo TN a ver si desentierran los tesoros que Cristina escondió bajo una X en la Patagonia. Viven, respiran, pero ya no operan bajo la normas de la lógica aristotélica. Están más cerca de tejer pulóveres para los árboles de Pedro Goyena que de multiplicar un polinomio. En ese extravío es donde se vuelven signos.

Por eso hoy, con solo mirarlos, no queda duda alguna de que va a llover. Están agresivos, desesperados por hacerse de alguna moneda que les garantice una dosis más, o un plato caliente, quizás un techo. Saben que cuando se largue la gente ya no será tan amable, ni tendrán el tiempo suficiente para chamullarse al transa y que les haga un descuento. Cuando llueve, la paciencia de la policía es proverbialmente menor. Los pocos espacios donde guarecerse los ocupan las trabajadoras sexuales, los fiolos, los vendedores ambulantes venidos de todo el globo.

Los paqueados son indiferentes al frío, cómo los perros del ártico, pero no a la lluvia. La lluvia es para ellos una cachetada, el sonido de un despertador, el duchazo de agua fría de un dios sin calefón. La lluvia los despierta mientras ellos coquetean con la muerte tratando de que el sueño no se acabe.

-Dame $20 pa’ comer- le grita un paqueado a alguien que está unos metros más adelante en la fila.
-No.
-Puto, mala gente- le dice mientras increpa al de atrás.
-Dame $20 pa’ comer.

En otras circunstancias lo molerían a palos pero es conocido, habitué de la zona. Cuando está tranquilo es amable, hasta respetuoso, se diría. La monada lo sabe. Los días que juega la selección canta y grita con los borrachos, agita a las masas. Cuando tiene cerveza o vino le convida a sus compinches. En lugar de orinar las palmeras, ahí, delante de todas y todos, se va hasta la esquina de Salta y O’Brian, camina unos metros y orina en lo que fue el frente de un prostíbulo de transexuales, donde nadie puede verlo. No todos son tan gentiles.

Cuando pasan los cartoneros los ayuda, o al menos ayuda a los que lo tratan bien y le convidan alguna cosa para fumar. Más de una vez lo vi juntar latas en una bolsa y dársela a una piba. Intentaba apalabrarla, se le notaba, pero no estaba en condiciones de hilvanar frase alguna así que se daba por vencido y se prendía algo de lo que le quedaba.

Cuando alguna de las parroquias de la zona pasaba repartiendo un poco de guiso él se acercaba y agradecía y hasta rezaba un poco junto al cura.

No tiene nombre o al menos nadie se dirige a él con uno reconocido. Mono, negro, guacho, puto, gil, gato, falopero, drogón. ¿Se acuerdan de Robinson Crusoe? Un señor muy europeo náufrago en una isla. Solo. Hasta que encuentra un nativo. Y como todo señor europeo en lugar de tratarlo como un igual lo toma de sirviente. Y no le pone un nombre humano. Lo bautiza Viernes. Porque sí, porque era un choto que aun en la más desesperada soledad no era capaz de reconocer humanidad en lo diferente. Con este pasa igual. Por eso, para mis adentros, lo llamo Jano, como el dios romano de dos caras. El asunto se solucionaría como hacen los pibes de jardín, preguntando

-¿Cómo te llamás?

Pero resulta que Jano no siempre es tan amable, ni tan gentil, ni tan tranquilo. Hoy tiene otra cara, otra actitud. Hoy tiene rabia. Sabe que le queda poca mecha al confort pijotero que alguien con sus mambos puede darse. No lo sabe con la cabeza, lo sabe con las tripas, con la piel. La lluvia le sopla el poto y nadie le da nada. Cuando llega hasta donde estoy, al ver que tengo auriculares y no le presto atención, empieza a gritar y saltar exigiendo que le dé algo, cualquier cosa. No le doy. Me escupe. Le erra. Un gargajo entre verde y negruzco se suelda a la persiana del paseo de compras. Sigo en la mía. Frustrado cruza la calle y nos grita que somos unos miserables. Uno de atrás de todo le recomienda la palabra del señor, que todo lo sana y todo lo puede, le dice. Jano se lo piensa un poco y le contesta

-Decile al señor ese que me pague un chori, que tengo hambre.

Nadie le contesta. Se mete las manos en el bolsillo y se va. Desde la esquina grita que ojalá el bondi no venga nunca. A eso no le pifia. El colectivo cae hora larga después.