Subo. Ni muy lleno ni muy vacío, ni mucho calor ni un frío de cagarse, ni música a los tacos ni silencio de sepulcros, ni sí ni no, ni blanco ni negro. Todo normal salvo la sordera del chofer. Uno pensaría que la combinación de barbijos más pantalla protectora del bondi, más ruido del motor, más bocinazos justificaría que nadie pueda escucharse. Falacias. El colectivero no escucha porque es medio sordo de verdad. Hay que gritarle. Acerca la cabeza al cortinado de baño transparente que le pusieron para no pegarse el bicho como si eso hiciera más claro el sonido. No se lo puede juzgar por eso. Todos hacemos lo mismo. Nos acercamos a la cortina y le gritamos hasta dónde vamos. Le cuesta entenderme. En un tiro pienso que es joda porque siempre subo al mismo bondi, con el mismo chofer, a la misma hora, vestido casi siempre igual. Por más opa que seas alguna regularidad en tu vida tenés que ser capaz de detectar. Cuando consigo que me entienda, marca el boleto, pago y… pasando al fondo que hay lugar.

La veo parada junto a un asiento doble. Parece que no hay nadie sentado. Encaro pidiendo permiso esperando sumergirme porque justo esos son cómodos para dormir, van del lado de la sombra y por la forma del apoya cabezas se hace difícil que te afanen al voleo. Lo que veo sorprendería a cualquiera. La mina lleva un costillar gigantesco o una media res o algo así. Vamos, para que nos entendamos, una vaca cortada en un pedazo grande. Ocupa los dos asientos. De hecho, una parte importante sale al pasillo, la de la pezuña. Al pedazo gigante se lo ve congelado y envuelto en un nylon. Tiene el tamaño de un tipo adulto medio petizón. No puedo saber si está termosellado o solo envuelto. Nunca había visto algo así en un bondi. Vi lavarropas, camas, colchones de doble plaza, gallinas enjauladas y contingentes de monjas pero vacas trozadas, la verdad verdadera, nunca.

El de adelante está vacío. Me tiro ahí para no complicarme. Elegir asiento es de un bacanismo que no comparto.

La mina, treinti largos, tapabocas mal puesto y cartera dorada, no podría haber subido sola ese mamotreto de carne. Te das cuenta de solo mirarlo. Está tan congelado que al llegar al centro de Khatan city por efecto del sol y el calor se puede ver el vapor del hielo seco derritiéndose. Como los asientos son de una cuerina roja el líquido resbala y gotea hasta el piso. Cuando el bondi frena o arranca el charquito que hay debajo se mueve y me llega a los pies. Solo agua. No hay rastros de sangre vacuna. Punto para la suerte.

Todos los que suben se detienen a ver la escena porque sorprende. Hay sonrisas, comentarios. Una pareja comenta, como al pasar, que ahí hay un billete fuerte en carne. Alguien se lamenta de no poder comprar ni un Mantecol. Cuando se llena el bondi, antes de Laferrere Town, uno medio picado que subió en El Talita propone hacer un asado arriba del bondi. Nadie le secunda la idea ni se da por enterado salvo dos viejos que se ríen a unos metros de mí. Cuando les presto atención veo porqué. Cada uno lleva una bolsa de carbón. Nos falta la parrilla y estamos. Las verduras y el adobo lo pone una señora boliviana, habitué del bondi, que todos los días traslada verdura de Kathan city a Ciudad Evita en unos bolsones gigantescos. Cuando sube la ayudan el marido o uno de los hijos. Y cuando baja la están esperando unos pibes. No está en edad para cargar ese peso pero se la nota curtida. Si me dijeran que laburaba en las minas de Potosí sin dudas lo creería.

La flaca del pedazo de carne es de otro palo, parece. No fina, ni de alcurnia pero te das cuenta. Su mambo es otro. No para de teclear en el celular. Usa unos auriculares Bluetooth deportivos con lucecitas. Cuando no está escribiendo sigue el ritmo de lo que escucha con la mano. Lo sé porque siento el ruido que hace al golpear un anillo con el asiento al que va a agarrada. Tac, tac, tac tatatatata. Tac, tac, tac tatatatata. Lo mismo podría ser el “Coro de los esclavos hebreos”, del Nabuco de Verdi, como “Lo siento BB” de Bad Bunny. Imposible distinguirlo. Hace ruidos con el anillo sin parar ni darle bola a nadie desde Kathan hasta el segundo peaje cuando la llaman por teléfono y se pone a hablar. No puedo entender de qué va la charla porque tengo enfrente a unos pibes subidos no sé dónde que no paran de hablar. Están lookeados de traje negro. Pelo cortado al ras. Maletín. Tapabocas con escudos. Gendarmes, policías o aspirantes pero, al fin y al cabo, gente de chumbo. Están contentos porque les tocó hacer guardia juntos en Noche Buena. Uno le dice al otro que ya tiene apalabrado a no sé quién para que les deje pasar alcohol.

-Qué pedo nos vamo’ agarrá en el puesto, gurí- dice uno. El otro se agarra las manos y por encima del barbijo casi puedo ver cómo se relame los labios. En algún momento se llaman a silencio y empiezan a cabecear de sueño. Mala idea. En menos de 5 minutos bajamos. La mina de la carne ya no habla.

Llegamos. El descenso es particularmente lento producto de la curiosidad que todos sentimos por ver cómo van a bajar el cacho de vaca ese. La realidad se impone y la monada empieza circular. En un momento quedamos sobre el bondi solo el colectivero sordo, la mina de la carne, los dos policías a medio despertar, una flaca con un bebé que hizo ruidos raros todo el viaje y yo. Por la puerta del medio suben dos ursos pantagruélicos, gigantes, de esos que tranquilamente podrían laburar de guardaespaldas de estrellas de cine hollywoodense o sindicalista mal llevado. No llevan tapabocas y tienen caras de no aceptar de buen grado la sugerencia de que se lo pongan. Le dan un beso a la mina y le agradecen al chofer levantando la mano. El bebé de los ruidos piensa que se dirigen a él y también saluda. La secuencia nos causa gracia a todos. Uno de los ursos se carga en los hombros el cacho de carne mientras el otro se lo acomoda. Bajan de un saltito y uno le dice a la mina

-Está cortado el Roca. Vamo´ a tener que ir en bondi.

Cuando llego a la parada del 143 los veo entre el gentío. Hay una fila interminable y cerca del final ellos. El que la lleva ya está todo empapado. Se le derrite la vaca.