En Humberto Primo y Lima hay una estación de GNC que no pertenece a ninguna franquicia en particular. Gas Pirulo por llamarla de algún modo. Hace mil años que está en esa esquina. Es un lugar de encuentro de taxistas. Ahí toman o devuelven los turnos de laburo, lavan los autos, se toman un café. Mi abuelo, que en sus últimos años fue tachero, paraba ahí a clavarse los choripanes radiactivos que el médico le había prohibido terminantemente. La parrillita que tenía a un costado desapareció poco después de su muerte. Creo que el viejo era el que les mataba el hambre.

Entre la estación de servicio repleta las 24 hs por la gente del oficio y los estudios de canal 13, a dos cuadras, la zona es una embajada del fascismo italiano. Más si se tiene en cuenta que a unos metros también está el club Unione e Benevolenza. Hace 20 años era un antro famoso por los conciertos de ska, rockabilly y surfer rock que organizaban los sábados. Me jacto de haber presenciado en vivo y en directo el concierto en el que Rudi Protrudi, líder de The Fuzztones, subió al escenario con dos trabajadoras sexuales completamente desnudas y la monada los bañó a los tres con escupitajos mientras tocaban Strichnine, suerte de Ave María del garage rock. Bailaban poseídos por espasmos y las chicas tuvieron sexo entre ellas ahí mismo mientras 150 inadaptados sociales sin futuro hacíamos pogo entre charcos de cerveza caliente y vómito.

Gas Pirulo tiene unas sillitas playeras en la entrada del drugstore, esa especie de kioskito/bar/despensa de aceite de alta compresión. En las sillitas los tacheros se echan una siesta o se sientan a fumar un pucho y a contar sus hazañas. En verano se apilan todos adentro, donde hay aire acondicionado. Paso seguido por la puerta y cada tanto entro a comprarme cigarrillos. Hoy había uno durmiendo en la puerta a pata ancha. Boca abierta, baba, ronquido, el codo apoyado en la mesita de plástico azul con un vaso de café de máquina con colillas adentro. Solo le faltaba la frazada de tigre y era Ali Khan. Mientras la flaca que atendía hacía piruetas para servir 3 café, 4 panchos y darme bola, unos vejetes hablaban del dormido de la entrada.

Uno le contaba al otro que Tito hacía 3 días que no dormía porque la mujer lo dejó de nuevo. Esta vez, por un compañero de laburo; la hija, de 17, que se había ido a vivir con el novio, volvió dos años después con un pibe y está embarazada del segundo. Y el hijo, “un mariposón de aquellos”, apareció en no sé dónde a los besos con un bailarín de Flavio Mendoza.

-Pobre Tito -se lamentó el otro- y encima el dueño del auto le aumentó el alquiler.

– ¿Le invitamos un café?

-No sé cómo voy a pagar este- contesta el otro levantando los hombros.

-Yo invito, hoy encaje uno de 500 trucho a unos franchutes.

– ¡Vos sí que la tenés atada! – le dice. El otro pone cara de inmerecida humildad.

Me dan los puchos con dos chicles de vuelto. Cuando salgo, le dejo a Tito uno en la mesita.

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Humberto Primo y Entre Ríos. A unos metros de la sede del Partido Comunista hay una galería medio turbia. Sus mejores épocas deben haber sido en los sesenta o los setenta. En la entrada hay un kiosko y una verdulería regenteada por hermanos latinoamericanos. Adentro, cómo en toda galería venida a menos, hay locales de venta de lencería femenina de cuarta, celulares robados, computadoras viejas, una cerrajería y un sex-shop que vende juguetes sexuales usados. No solo hay de todo en la viña del señor, sino que además es un asco de viña a la que habría que clausurar definitivamente.

La galería está justo en frente de una parrilla para turistas, de esas en las que hay espectáculos de tango y folclore. Conozco la zona porque pasé una temporada muy feliz en esas calles, pero como el recuerdo de la dicha pasada y perdida es incordiosa me tomo el trabajo de esquivarle. La suerte no me ayuda. Compré por internet un cablecito a un precio sospecho y ¿a dónde tengo que ir a buscarlo?: A la galería turbia. Entro desconfiado. Suena a toda castaña Guardia Vieja, un tango de Julio de Caro cuya grabación, sino cumplió 100 años, le pasa raspando. El que me atiende es un viejo canoso que nunca me dirige la palabra y tiene los bigotes blancos manchados de nicotina. Tampoco se saca el pucho de la boca. El local es diminuto, huele a humedad y tiene porquerías hasta el techo. Me mira, mueve la cabeza, escucha cuando le digo lo que voy a buscar, mete la mano en un cajón, me da el cable y deja de mirarme. Salgo agradecido de que no me hayan robado un riñón. Camino una cuadra. En la esquina de Carlos Calvo hay una Café Martínez. Mientras espero el bondi sale una parejita. Veintimuchos, treintipocos. Los dos lloran. Se dan un beso y un abrazo largo, sentido, triste. No llego a escuchar lo que se dicen. El pibe se va caminando en dirección a San Juan. Arrastra los pies. La piba sube al mismo bondi que yo y no deja de llorar. Tampoco deja de mandar mensajes por su celular. Va sentada sola en un asiento de dos, junto a la puerta. Cuando bajo en Congreso le dejo el chicle que me quedaba en el asiento vacío. No me detengo a ver su cara.