Dice el poeta que después del amor nunca nada es igual. Y no le debe andar tan errado porque la zanja que separa el antes y el después del primero es profunda y ancha. En especial si te agarra de pibe, cuando los patos de la niñez se desacomodan y ya nunca más vuelven al paraíso perdido de la inocencia.

Hoy cumple años Gilda, por eso pienso en esto. Gilda fue mi primer amor. Me da vergüenza recordarla porque su sola presencia en la memoria me vuelve tartamudo, torpe. Nos conocimos en 1986. Teníamos 6 años. Me caía mal pero es bien sabido que hasta cierta edad el sexo opuesto nos parece un error de la naturaleza hasta que, de pronto, el imperio de la biología hace lo suyo y las hormonas ya no se contentan con los dibujitos de las cuatro de la tarde. No nos llevábamos bien. Peleábamos. Había, también, cierta violencia física de baja cilindrada. Eran otros tiempos. Te decían que a las mujeres no se les pega pero miraban para otro lado si les dabas un pelotazo a propósito. Un día de 1991, la empujé. Cómo otras tantas veces, por hábito quizás, sin ninguna razón. Pero cuando apoyé mí mano en su pecho y ejercí presión algo se sintió distinto. Ella me insultó. Me devolvió un mochilazo o un tirón de pelos y se fue. Nada distinto a la reacción de siempre. Pero muy distinto. Algo en mí mano, en el registro táctil de la superficie, algo nuevo, que el día anterior no estaba y ahora sí. Le estaban creciendo los pechos y yo había tocado sin querer esa transformación en ciernes. Como era de esperarse no entendí qué había pasado, qué era eso que había tocado. Por alguna razón entendí que no había que hacerlo de nuevo. A partir de ahí empecé a mirarla con otros ojos, a considerarla de otra manera, a pensarla. Si aún hoy, con décadas sobre el lomo, a veces se nos hace difícil diferenciar cuándo algo es amor, obsesión o capricho, en aquellas edades de iniciación sentimental lo mío era un simple bodoque de sentimientos apilados.

Gilda tenía voz de pito, era bajita y tenía pecas. Castaña de pelo enrulado le gustaban Pablito Ruiz y el Ricky Martin de chaleco sin nada abajo. Vivía con su abuela y unos tíos. Su papá era taxista. Lo veía los fines de semana. Nunca hablaba de su mamá. Años después, ya adolescentes, me contó que se había ido, o la había abandonado. Que la vio un par de veces en la vida y nada más. O al menos eso recuerdo.

Entrados los años 90 ella apretaba con Tula, otro compañero. Deportista, entrador, simpático. Eran la parejita popular. Él, futbolista con futuro y ella la estrella que descollaba cuando hacía algo a lo que llamaban esquema, una suerte de coreografía gimnástica o algo así. Remeras ajustadas, calzas, transpiraciones. El kit indispensable para todo pajero nobel que se precie de serlo.

Ella apretaba con otros, él apretaba con otras y yo no apretaba con nadie. O al menos no con nadie que me gustara tanto como ella. Se recriminaban la promiscuidad exploratoria pero siempre volvían. Un día cualquiera peleaban a los gritos dentro del aula. Yo pasaba por ahí. En un arranque de despecho la piba al verme pasar me tomó de las solapas del guardapolvos y frente a Tula me zampó un beso…en la boca. Quedé tarado. No fue francés, no fue erótico, no cantaron los niños cantores de Viena, ni sonaron las cuatro estaciones de Vivaldi. Fue más bien una especie de cabezazo en la cara con un pico lastimoso. Era 1992 y el mundo fue otro. Nunca más se repitió.

Ella se convirtió en la linda del aula. Todos los pibes querían apretar con ella pero pocos tenían la fortuna. Casi ninguno. Yo fantaseaba con que tuvieramos algo pero no había chance. El último día de clases del primario cuando sonó la campana para irse y no volver nunca más a la escuela, cuando las voces agoreras de los adultos decían, con razón, que las cosas iban a ser distintas, ese día, en ese momento, ella estaba ahí, en el aula. Sonó la campana y un segundo después ella y Tula se fundieron en un beso de película para adolescentes de Netflix, de novela rosa, de programa de Cris Morena. Quería ese momento para mí. Aquella tarde aprendí lo que son la derrota y el fracaso en su estado puro. Salí del aula. Le di una trompada a la pared con la mano derecha. Me lastimé. Los días de humedad todavía me da tirones uno de los nudillos. Recordándome como me recuerdo imagino que le pedí a Dios que si la vida adulta se parecía a eso que mejor dejara todo como estaba. Iba a un colegio religioso en el que se hablaba todo el tiempo del amor de dios. Supongo que estarían muy equivocados porque el puto dios no me escuchó ni un poquito ni esa vez ni ninguna de todas las otras en las que le pedí algo. Pero por ahí no existe o no fue a las mismas clases de catequesis que me daban a mí. Por ahí dios es musulmán y lo que le sienta es hacer cagar a todo el mundo. Quién sabe.

A ella la seguí viendo. Metódicamente, insistentemente. Me volví un cargoso, lo reconozco. Hasta que aprendí a quererla a la distancia y a hacerme la idea de qué era algo que jamás podría ser. Le escribí cientos de poemas. Todos buenos. Nada de esas mierdas que vienen en el chocolate dos corazones. No, no. Grandes poemas en los que ella era una ilusión capaz de vencer al tiempo y al espacio, una figura titánica con el don de vencer a la muerte y al olvido. Buenos poemas, sí, que eran una pelotudez tras otra. Ninguna palabra, por acertada que sea, hace que sientan algo por uno si no hay tierra fértil para eso. Me lo dijo ella “me siento halagada pero no”. Se supone que así es la vida: “me siento halagada pero no”.

Una vez, vaya uno a saber por qué, estaban ella y una amiga en mí casa. La amiga me obligó a tomar a Gilda por la cintura. Podríamos haber transado. Me negué. No quería que me apretara por aburrimiento, quería que lo hiciera porque le gustaba, porque me quería. Muy linda la actitud, por ahí mis deudos lo hacen grabar en mi tumba. Al llegar al purgatorio algún ángel ortiva me va a cagar a pedos por pretencioso.

Fuimos juntos a ver el Rey León cuando se estrenó. En un momento atiné a pasarle el brazo por encima de los hombros. Me miró con una frialdad que aun hoy me congela las pelotas. Ok, ok. Ya entendí. Buenas noches, buen provecho.

Ella fue a otro secundario. Con el tiempo dejamos de vernos.

Muchos, muchos años después Tula intentó recuperar el contacto, recomponer la amistad. Yo no estaba para flores en la tumba del pasado y la idea de que Facebook una lo que la vida separó nunca me gustó mucho. El pibe tenía una mirada algo distorsionada de lo que habían sido esos tiempos. Él recordaba una enorme dicha que nos aunaba a los tres. Yo recordaba verlos a ellos mandarse mano mientras me tocaba mirar. Perspectivas, le dicen. Otras frecuencias. Alguna vez se cruzó en la calle con mi mamá. Le contó que se había separado de su esposa y tenía problemas con la custodia de sus hijos, que fue a una abogada en Morón que le habían recomendado y que resultó ser…Gilda. Eso fue hace una década larga.

No supe más de ninguno de los dos. Una vez soñé que garchaban aunque si me apuran un poco tengo que confesar que no puedo imaginarla adulta.

Además del beso y el gafe en el cine me guardo otro recuerdo. Viaje de egresados. Noche. Fogata. Estoy frente al fuego, solo, mirando como arde una pira de madera. De lejos se escucha la voz de la señorita Liliana que me dice que tenga cuidado, que soy medio opa y me voy a quemar. Gilda se acerca y me abraza. Por un momento miramos juntos el fuego.

Fundido a negro.

Hoy cumple años Gilda. Ojalá sea feliz.