El concepto de lo público contiene en su matriz una dimensión que desdibuja las diferencias a favor de lo que es común a la mayoría. Los medios de transporte en la República Argentina son la expresión más feroz de cómo esas diferencias no son tenidas en cuenta en detrimento de algunos de los sectores de la población más vulnerables y vulnerados: las personas con discapacidad, los ancianos y los niños. Las leyes que los protegen y regulan la calidad del transporte, como tantas otras, sólo existen en la letra del legislador, ayudando así a excluir y estigmatizar a quienes ya se encuentran estigmatizados y excluidos.

Este círculo vicioso en el sistema de transporte argentino tiene sus orígenes a mediados de la década del noventa cuando el menemismo desmanteló el sistema ferroviario y volcó en calles, rutas y autopistas a millones de personas afectando no sólo a la población en riesgo sino a la totalidad de los habitantes del país. La falta por más de treinta años de planes estratégicos consensuados entre el estado, el sector privado y la ciudadanía ha dado como resultado un colapso tanto a nivel de infraestructura como de servicio y de negocio. La falta de previsión ante el crecimiento cuantitativo de las zonas urbanas y suburbanas y su despliegue azaroso sobre el terreno no permiten la evolución del sistema público de transporte en un marco de unidad territorial sino que deja grandes sectores sin cobertura[1]. Si se le suma un parque automotor deficiente y obsoleto[2] más la desidia empresarial y la inoperancia de un estado ausente, se encuentran dadas las condiciones para que los más débiles sean expulsados. La exclusión no es en este escenario algo que signe sólo a las clases postergadas sino a todos aquellos que no estén en condiciones físico-mentales de resistir los desafíos y barreras que la dinámica del transporte supone.

Adultos mayores, discapacitados sensoriales y motores, embarazadas, individuos cargando niños pequeños son un segmento de la población comúnmente invisibilizado. Ni en el pasado ni en el presente se han generado políticas efectivas que promuevan una integración plena de este grupo a los medios de transporte. La ley 24.314 de 1994 que obligaba a las empresas a readaptar sus unidades para permitir el acceso de discapacitados motores nunca se cumplió. Su reactualización de 1997 que proponía un cronograma de recambio de unidades desde ese año hasta el 2002, tampoco. No es necesario detallar el estado de trenes y subterráneos que vedan porcompleto el acceso a personas con movilidad reducida. Organismos de defensa de los derechos de los discapacitados y defensa del consumidor presumen que menos del 7% de la infraestructura de transporte en la Argentina cumple con estándares internacionales de accesibilidad (rampas, plataformas de acceso, avisadores sonoros, etc.). A su vez, ese pequeño segmento no cumple con las frecuencias mínimas ni existe como política empresarial dar a publicidad un cronograma con horarios de servicios. Esta situación se suma al malestar de los pasajeros comunes que ven relegada su comodidad a favor de usuarios a los que desde el mismo estado se considera irrelevantes. El maltrato de choferes y pasajeros que se niegan a cumplir o a hacer cumplir lo establecido en la ley 22.341/24.314 y el decreto 38/04 sobre asignación de asientos o gratuidad del pasaje es una forma de hacer foco sobre una condición personal compleja que vulnera derechos que gran parte de la sociedad no considera como tales.

Las barreras físicas al igual que las simbólicas son límites que cercan el mundo de la discapacidad y de la ancianidad transformándolo en un gueto. La imposibilidad de hacer un uso dinámico de la ciudad los expulsa territorialmente – impide su movilidad – pero también produce una exclusión económica y educativa. Las mínimas posibilidades de acceder al mundo del trabajo por parte de esta población se vuelven nulas. Se obturan así las posibilidades de desarrollo personal y se dinamitan los vínculos sociales, factores fundamentales para la salud física, mental y social.

Más del 50% de los habitantes de cualquier ciudad no puede poseer un automóvil, de ser así la saturación de las vías de comunicación sería aun más evidente. Los usuarios son personas cautivas del sistema de transporte público masivo. El 12.9% (5.114.190) de la población argentina posee alguna discapacidad[3]. En Argentina, se ha calculado que la tasa de desempleo de los discapacitados es cercana al 91%.[4]. Para ellos el único mecanismo de traslado es un sistema que no los contempla. La carga que implica para estas personas su dificultad se agrava cuando se la coloca en la perspectiva de la cotidianeidad ya que la discapacidad no es sólo una afección individual sino que impacta sobre el núcleo familiar con quien la persona convive. Trasladar a un discapacitado, a un anciano o a un niño pequeño para realizar la acción más rutinaria moviliza a más personas que a la que está directamente involucrada. Estos otros también se ven estigmatizados, también sienten en sus cuerpos, no ya el dedo acusador de la diferencia sino la indiferencia de todos los estamentos de la sociedad cuyos mecanismos afectan su calidad de vida.

Las posibilidades de un ciego o de un inválido de utilizar por sí mismo y con efectividad la red de transporte se reduce a la buena voluntad de sus conciudadanos. En modo alguno puede transitar el pasaje de un punto a otro de forma independiente. Una red siempre interrumpida incide en las posibilidades de rehabilitación, de inserción educativa y laboral.

Desplazarse no es hacer uso de un transporte sino que tiene por finalidad acceder a un conjunto de actividades que la ciudad ofrece. La movilidad dificultada es un signo de un mal-estar social, de un rol que no se cumple, de un lugar que no se puede ocupar.

En estas condiciones no hay modo de pensar una ciudad abierta ni un ejercicio pleno de la ciudadanía. No hay ni puede haber participación mientras existan barreras espaciales que impidan el debate y el encuentro cara a cara de todos porque es allí donde se identifican las necesidades de los otros. Núcleos urbanos que no se piensan a sí mismos teniendo en cuenta la diversidad de personas y sus necesidades de movilidad disminuyen las oportunidades de desarrollo de sus habitantes. Se privan a sí mismos, en términos puramente utilitarios, de mano de obra muchas veces calificada y con experiencia. Esto no era un problema visible una generación atrás. Pero el aumento de la esperanza de vida ha producido la situación actual en la que cada vez hay más adultos mayores y discapacitados más longevos; más embarazadas y más niños pequeños que se suman al aumento de la población en general. Y el sistema de transporte masivo no acompaña esos cambios ni en cantidad ni en calidad. Emparcha. Los empresarios, acostumbrados a no sentir la obligación de adaptar las unidades, utilizan la excusa de los costos para gestionar subsidios que nunca se vuelcan en la renovación del parque automotor y de la infraestructura mínima indispensable para brindar el servicio que se comprometieron a dar. La actitud pasiva del Estado abona esta conducta.

Revalorizar lo público sin analizar los distintos bolsones de exclusión pendiente da diagnósticos errados. En el acto mismo de insistir en ese error se estigmatiza a quienes les ponen el cuerpo a la desigualdad que la perversión y el desinterés político-social generan. No se trata ya de los millones que tienen la fortuna de estar en pleno uso de sus facultades sino de otros millones a quienes la vida social les recuerda todo el tiempo que no hay un lugar para ellos ni en el más abarrotado y lento colectivo■


[1] Por ejemplo el Barrio Nicole, en Virrey del Pino. Su nombre proviene de la expresión “ni colectivo ni colegio…”
[2] Colectivos, subterráneos, trenes y premetro (en especial en el área de capital federal).
[3] Datos del Censo 2010
[4] Rosangela Berman Bieler – DESARROLLO INCLUSIVO: UN APORTE UNIVERSAL DESDE LA DISCAPACIDAD – Equipo de Discapacidad y Desarrollo Inclusivo, Región de Latinoamérica y El Caribe, Banco Mundial