Y entonces ella camina hacia mí como si no fuera un sueño. El pasillo es largo, gris. La pintura descascarada se entrecruza con la maraña de cables colgando y las hojas de los potus que salen por las ventanas de los vecinos del piso de arriba. Lleva un vestido corto de tela fina, de colores. Diría que floreado pero sus formas cambian como un rorschach en movimiento. Es pequeña. Lleva el pelo hasta los hombros. Sus labios son rojos, fulminantes de rush. Ríe. Sus dientes son blancos. Si se le presta atención tiene pecas. Tiene un escote generoso que sugiere unos pechos pequeños. La voz aguda. Es de noche. Hace calor. Camina altiva, sabiendo que es su campo de juego, que ella es la que manda.

En el sueño ella ofrece un café, pero también saca algo de la heladera y lo sirve en un vaso. Hay frente a mí, en la mesa diminuta un vaso y una taza. Uno está helado y el otro humea. No me ofrece azucar. A los pies de la escalera hay un lince, gigante, gris. No me saca los ojos de encima. Le temo más que a la muerte. Sobre él hay una lechuza que silva «Goodnight Julia» de The seatbeals.

Nunca cruzamos la mirada. Me ignora, como si no existiera, como si no hubiese existido nunca. Hace la cama. Lava los platos, prende el calefón. No me inquieto. Me quedo ahí como un fantasma que mira detrás de unas rejas. De prondo, mira hacia la puerta, los ojos se le iluminan, siento (si es que siento) que el corazón se le acelera. Sonríe. Golpean la puerta. Toc-toc.

Me despiesto sobresaltado. El chofer del 96 aplaude y me grita como un dasaforado que ya llegamos, que me tengo que bajar, que duerma de noche. Lo mando como puedo a la concha de su abuela. Bajo. El sol de Constitución me fractura la vida. Rumio el sueño. Me quedo con su nombre mordiéndome las muelas.