La veo desde el colectivo. Cruza el asfalto con la parcimonia de quien se sabe dueña de la calle. Errática pero veloz. Le adivino el origen. El puesto de choripanes que a toda hora cocina una pumarola y a toda hora da alvergue a quien no tiene donde ir, o no lo recuerda o no lo tiene muy en claro. Viene de ahí y como todos allí escapa del agobio del calor. El puesto tiene por techo una lona azul que alguna vez fue un banner electoral de Mario Ishi, uno de esos barones del conurbano de idelogía líquida y moral tirando a precaria.

Las paredes son de chapa acanalada, grises, plateadas y a las ocho de la matina funden el diamante. Un borracho barriletón le dice algo, le tira una patada. Le pifia. Ella se detiene. Lo mira. Mueve la cabeza y sigue. Pasa junto a la parada de los colectivos truchos. Unas viejas con bolsas de colores se dan cuenta que está ahí. No se inmutan. No les parece raro. La conocen o conocen a otras como ella. Sigue adelante. Se adentra en el yuyal donde las trabajadoras sexuales se ganan el pan chupando pijas por dos mangos. Antes de perderse en el pastizal del hospital de monjas se da vuelta y, como si supiera que la veo, me mira. Se yergue y mueve el osico. Le reconozco algo, es una rata educada, bella. Sabe que, más tarde o más temprano, heredará el mundo infame en que vivimos.