Para qué mentirse a uno mismo si al fin y al cabo cuando llega el momento de apoyar la cabeza en la almohada no hay cansancio, ni alcohol ni droga alguna que pueda expurgar sus labios de mis ojos.

Extraño el rose de sus pechos en mi cara. La imagen a contraluz de su cuerpo desvistiéndose cuando la madrugada se batía en retirada. Su lencería blanca. Su embriaguez. Su sola presencia en las orillas de mi vida como delimitando la terra incognita que hay más allá del beso y del abrazo.

La extraño. Se pasea por mis sueños y me mira y en su silencio no hace más que cortar mi sangre con el filo de su voz y su reproche.

La extraño, me digo a mí mismo, cuando despierto con el sabor de su saliva entre los labios.  La extraño y prefiero extrañarla a dedicar el resto de la vida a reparar lo que sé que no puede perdonarme.

Porque a veces no hay arrepentimiento, ni romanticismo, ni promesas, ni heroísmo; a veces no hay peregrinación, ni confesión, ni arqueología del amor; a veces no hay playa que bañe lo roto, ni amanecer que funda lo partido; a veces no hay tiempo que sane, ni distancia que una; a veces no basta la ayuda del dios, ni la sangre del cordero para redimir lo que uno es y hace; porque a veces es inútil que las estrellas se pongan en fila y canten a coro la pena de un universo que alumbra su noche más oscura. A veces no hay nada que hacer.

De eso se trata, en parte, la vida, de darse por vencido.
Y seguir.
Y extrañar.