Por alguna razón están cerrados los accesos al subte c. Me hago pis. Paso por la estación de servicio de Independencia y 9 de julio. Hace tanto calor que no puedo llegar a Constitución. Me voy a la parada de Estados Unidos y Salta. Espero una hora y diez. No sólo me vuelven a dar ganas de ir al baño sino que tengo sed. Me olvidé la botellita de agua con gusto a cloro en la heladera del trabajo. Me duelen los pies y casi no tengo bateria en el teléfono.

Junto a los que están en la parada resistimos el embate de dos motochorros que, turulos por el fuego que sale del asfalto, se quedan sin botín. El primero intenta manotearle el teléfono a un albañil medio picado de vino que tararea canciones de La Nueva Luna. Cuando le pifia al manotaso, el albañil mete la mano en el bolsillo y le tira un cascotaso mientras la moto dobla. La piedra le pega en el culo a un pibe que aprieta con una menor en los muros del convento de monjas que hay en la esquina. El pibe lo carajea al albañil, el albañil lo carajea al pibe y la menor, que a lo mucho tiene doce años, le grita al pibe que se le hace tarde y que le prometió una cerveza. El albañil se jacta de sus reflejos a viva voz lo que dura la espera y el viaje.

El otro motochorro pasa diez minutos después. Prueba suerte con una piba semi en pelotas que twittea como si en sus dedos habitara Speedy González. La flaca esquiva el garfio con una elegancia florentina. Casi que no se da por enterada de la secuencia. Lo único que la delata es el bambolear de sus pechos que se desacomodan del escote. Sin reparos se mete las manos, acomoda lo que generosamente los dioses le brindaron y sigue con sus twitts. Ni siquiera registra las felicitaciones que le hacemos por su habilidad. Sabe que la miramos con ganas y prefiere evitarse el disgusto de tratar con gente transpirada.

Viene el bondi. Hasta las bolas. En la tierra de nadie, ese espacio que hay en el medio donde no hay ley, tradición ni moral, cinco pibes están sentados en el suelo tomando cerveza en botella de plástico. Los salto tratando de ganar el fondo. Uno me verduguea la camisa y la colita con la que me ato el pelo. Chequeo el panorama. Son lo que queda del paco. No hay gloria en batallar con gente que ya no tiene dientes. Sigo hasta el fondo. Llego. Hay aire acondicionado.

En los asientos de atrás van dos pibes que hablan patinoso. Parece que hace rato que no se ven. Uno le cuenta al otro que su hermano le regaló a su hijo de diez años una motito robada. Que ya le había dicho que iba a hacerlo cuando estaba preso y lo visitaban. Le cuenta que el hijo ya para con la gilada en la esquina y él le aconseja que se cuide pero que en el fondo está re orgulloso porque sabe que ya se puede defender solo de la vida. Puta -me digo- yo todavía vivo con mis viejos. Alto loser.

Los paqueados interrumpen mis cavilaciones. A la altura de Ciudad Evita deciden caminar el colectivo en toda su extensión. No piden permiso. Nadie les dice nada. Cuando llegan donde estoy no me bardean. Mejor. Solo tengo a mano un libro que te defiende del capitalismo pero no de sus productos. Los pibes arrancan para otro lado.

Con lo poco que queda de batería le mando un mensaje a mi mamá avisando que no llego pa’ la cena. Le pregunto, también, por qué no me abortó. Me clava el visto.