Pensé que iba a ser un viaje piola porque la vieja con certificado de cáncer se quedó abajo. Vio que la muchedumbre no era muy a fin a su cuento. Me equivoqué. Agazapada iba la vieja Reina de Todas las Rusias. Tiene mil años y sirve café para los gerentes de una empresa multinacional en la que trabajé. Ella habla y se mueve por el mundo, corrige e impugna a los otros como si tuviese un posdoctorado en la verdad más verdadera y el certificado se lo hubiese dado Mahoma. Ella leyó a Sócrates. Borges le mostró su novela y ella le dijo que no era buena por eso Borges no la publicó, pero le dejó el original.

La vieja Reina de Todas las Rusias es petisa, usa anteojos y se parece a la viejita insufrible que le hacía los trajes a los superhéroes de “Los increíbles”. Tiene un flequillo ramonero y el pañuelo de la empresa anudado al cuello con sus insignias. Arranca todas sus oraciones diciendo “yo”, fuerte, claro, para que todo el colectivo la escuche. Lo votó a Macri. Pienso que ella y Cáncer lento podrían haber protagonizado una porno con Videla, Massera y Agosti en la cárcel de Marcos Paz. Alta recaudación.
Sin embargo, fumarla hubiese sido el pan cotidiano pero en 3 paradas subieron 10 bebes. 10. Hubiese sido dantesco que lo hicieran solos porque les hubiese cantado las cuarenta. Tengo mucho que decir en su contra. Pero los muy cagones venían acompañados de sus padres. Todo el frente del colectivo se asemejaba a una película de terror psicológico: Moco, llanto, bolsos, vómito, juguetes tirados sistemáticamente al piso, erutos, gorgojeos, padres y madres con cara de “hacerlo estuvo bueno pero como esto es un infierno toda la humanidad se jode conmigo”.

El pibito al que le di el asiento llora como si fuese torturado por un dolor sin nombre. Tiene 6 meses y unas piernas robustas que le permitirían viajar parado. Va sentado sobre su madre que se duerme. Debe ser sorda. De hecho, debe carecer de cualquiera de los sentidos que caracterizan la condición mortal porque el pibe le pega en la cara y ella como si nada. A mi lado va el padre, un tipo como de unos 30 más bien recientes que por alguna razón siente algo de vergüenza ante el griterío de su hijo. Hace bien. Buscando alguna empatía me mira y me dice “llora, pobrecito, porque no le gusta la ropita que le pusimos”. Me calzo los auriculares y corto la charla. En silencio le deseo la muerte.