¿Dónde estabas esa noche? En medio de la embriaguez del humo y del alcohol sólo podía ver tu cara riéndose frente a la mía. Tus ojos verdes lúbricos y luminosos mirándome y riendo. Sentada sobre mí en la cocina, helándonos y frotándonos el frío en la piel del otro. Abrazándonos, buscándonos perdidos en el cuerpo del otro dejando atrás un rastro de besos gastados.

Tus piernas rodeándome, tus brazos rodeándome y la palma de tus manos delimitando mi cuerpo, como haciéndomelo saber, como trazado en la tierra un surco donde habrá de sembrarse. Joven. Más jóvenes aun que todas las horas que nos restaban por humedecer y moldear a nuestro antojo. Tracé un camino de besos nuevos desde tu cuello hasta tus pechos. Nuevos incluso para mi, que desconocía el sabor que me devolvían al rosar tu carne. Nuevos y sorprendentes y cálidos besando la carne helada, tibia, a punto de arder. Tu pelo recogido. El aroma de un shampoo cualquiera, de un jabón como tantos otros enclavados ahora en mi memoria. El perfume de tu sexo en mis manos, en mi boca, en el ambiente. Tu mejor voz de noche desvistiendo toda cortesía y buena educación. Nuestra transpiración aceitando la ida y la vuelta de nuestra propia y despreocupada orfandad. Joven. Adolescente. Púber. Semidesnuda para mí y para mis manos en tus muslos, y mis labios en tus pechos y mi entrepierna en la tuya. Y tu mejor voz, respirándome al oído, queda, pausada, regalándome su extravío. Roja, así estaba tú cara brillando. Y mi pecho fuera de sí. Y mis brazos abrazándote como si no fueras real, por miedo a que te desvanecieras y me quedara sólo tu blusa como un suvenir de salamandras. Agitado por tus besos, por tus manos en mi cara, por los dolores que pusimos en la mesa de juego para ser olvidados. Y ambos cuerpos tratando de entrar el uno en el otro. Sintiendo el estorbo de la piel y de los huesos y de la propia identidad demorando la fundición y el anclaje.
¿Dónde estabas esa noche?
Ahí, gracias a los dioses, estabas ahí■