De noche todos los amantes son pardos. Será por eso que cuando terminaban de comer o cuando volvían del cine y la puerta se cerraba; cuando daban de comer a las mascotas y ponían el lavarropas a centrifugar, cuando el último de los vasos era guardado en la alacena, entonces, él se le acercaba hasta oírle la respiración. Ella sonreía. Sabía lo que iba a pasar, cualquiera lo hubiese sabido, incluso quienes solo conocen del sexo las migas de un onanismo sin horizontes.

Ella se tensaba, se dejaba recorrer. Él inauguraba el manoseo con un beso baboso, lúbrico. Recorría sus labios y su cuello, con lentitud y detenimiento. Ella le apoyaba sus manos en el pecho para luego abrazarlo. Corría su pelo largo para un costado, para que él adivinara que quería un beso en ese otro lado, para que chupara ahí mismo y le corriera la blusa y le desnudara el hombro y lo mordiera, para darle a entender que estaba bien, que eso le gustaba. Él, en esas estrategias de la carne, se hacía desear. Frotaba sus manos por los muslos y la entrepierna de ella, sobre el jean, o sobre la pollera o directamente sobre la bombacha pero sin ir más allá, midiendo el tiempo, sintiendo como esa parte del cuerpo dictaba la temperatura del rostro que respiraba sobre el suyo.

Algunas noches ella dirigía la rutina. Otras la dirigía él. O tal vez se turnaban como en un juego de ajedrez en el que alguno de los dos deja que el otro mueva para predecir sus intensiones. Ella intentaba sacarle el cinto. Nunca podía. Él colaba al fin sus manos debajo de la ropa y le tocaba el torso, le acariciaba la espalda. No dejaba de besarla, de llenarle de saliva cada milímetro al descubierto ni de frotarle la entrepierna y las nalgas. En ocasiones forcejeaba con el pantalón para meter sus manos por detrás y tocarle los cachetes del culo fríos. Ella le palpaba la entrepierna, como para medir el grado de tensión de un miembro ya encumbrado, parado por la sangre. No necesitaba hacerlo, sabía como estaba, lo adivinaba por los movimientos de él, por ese bamboleo en el abrazo que lo asemejaba a un perro en celo pero que a ella le gustaba.

Cuando al fin la mano corría el corpiño los pesones de ella se endurecían, como en un shock, y entonces él sabía que podía correr el resto de la ropa y chupar y mordisquear sin tregua. Ella reía. Algunas mujeres comienzan a gemir, o suspiran. Ella reía. No porque le diera cosquillas sino porque había algo en ese roce que la hacía sentir viva o plena o caliente. Y cuando ese manoseo introductorio era suficiente él bajaba la bombacha y metía la mano y entonces ese líquido que le corría por la mano servía para aceitar la noche y el clítoris tensado, esperando el rose, reclamándolo.

Ella, más allá de la risa, guardaba silencio, pero a veces le pedía que introdujera sus dedos dentro y él lo hacía para sentir las manos quemase en esos jugos. Ella devolvía el gesto. Rosaba el miembro de él, ahora sí, al aire, hinchado, secretando ya sus propias aguas. Él se dejaba tocar pero no mucho, no fuera cosa que se dejara llevar y acabara ahí, a mitad de camino del goce compartido de a dos. Entonces la empujaba lentamente contra la pared fría, la arrinconaba. Le gustaba esa pequeña perversión consentida. Iniciaba su descenso. Pasaba del cuello a los hombros, de los hombros a los pechos. Los humedecía, los mordisqueaba. Los apretaba, a veces bien, a veces mal y ella indicaba cual era la presión adecuada. Besaba el ombligo, la pelvis. Salteaba la entrepierna para morder, de costado, una nalga y que ella riera, nerviosa, a la espera de lo que venía. Hasta que llegaba, hasta que él hundía su cara en esa vagina húmeda y se empapaba el rostro y buscaba los labios y los bordes, hasta que la textura de su lengua le dijera que sí, que la tirantez de la piel revelaba el clítoris erecto, orgulloso y desbocado. Y ahí se quedaba, largo rato, con los muslos de ella temblando a cada lado de su cara. Sintiendo como intentaba ponerse en puntas de pie para graduar la distancia del goce. Ella lo tomaba de la nuca y de los pelos y lo acercaba y lo alejaba mientras él apenas si variaba la intensidad de sus lamidas.

Algunas noches, o madrugadas, o amaneceres, eso mismo ocurría con ella sentada, semidesnuda, con las piernas abiertas de par en par frente a sus ojos y no había ya manual de biología o película pornográfica que explicara mejor la anatomía del deseo de aquello que le entraba por los ojos. O podía ocurrir, también, que la que se arrodillara fuera ella y entonces lamiera su pene, lo metiera dentro de su boca o simplemente lo sostuviera con una mano y él perdiera el control de las funciones más básicas de la razón y el movimiento.

En esa justa se les iba la noche. Por supuesto que cogían. Por supuesto que luego ella lo montaba y le mostraba su desnudez de la forma más desbordada; por supuesto que él la montaba con la adrenalina de quien está sobre lomos de un tigre y tomándola de las caderas iba y venía sintiendo el fuego húmedo que les quemaba las piernas a los dos. Por supuesto que cuando ella acababa continuaban las risas y por supuesto que cuando él la tenía boca abajo contra el colchón, tomada del cuello y besando su espalda, la última imagen que registraba antes de acabar eran los lunares que le inundaban los ojos. Por supuesto. A veces era así, a veces, incluso, era mejor.