Hace muchos, muchos años, antes de los celulares, Spotify y el kirchnerismo de Nestor y Alberto fui Dj. Bueno, lo que se Dj, Dj, no. El Dj era mi tío. Yo era plomo. No plomo de denso y aburrido, que también lo era, sino plomo como los plomos de las bandas. Cargaba bafles, parlantes, luces, cables. Armaba y desarmaba. Cada tanto me dejaban pasar unos temas pero no hubo caso, nunca prendí. Lo hacía porque no tenía un mango y me pagaban. En los 90 eso era la gloria.

Sonaba algo a lo que le decíamos marcha, una forma poco precisa de denominar todas las variantes de la electrónica que por aquel entonces comenzaba a popularizarse. Yo escuchaba Sui Generis y Silvio Rodriguez así que el feeling brillaba por su ausencia. No conectaba con la onda. Lo hice de los 14 años a los 19. De los 6 que laburé de eso me debo haber divertido 3 o 4 veces. Era un laburo. Y laburar de noche y en la noche es una leche. No tenés fines de semana. Llegás cuando no hay nadie, te vas cuando no hay nadie y todos los demás están de joda mientras vos la parís, tengas o no ganas de fumarte la parranda de los otros.

Una vez, en un colegio, una banda de punkers fanáticos de Gatos Sucios y Super Uva casi me hacen trillizos porque no les poníamos la música que les gustaba. Otra vez, en un cumple de quince, me encontré a la quinceañera llorando y tomando merca en el baño. Me dijo “lloro por gorda”. Era un palito. El vestido era casi para una nena de 8. Otra, pasando música en un catamarán, en el cual estaba prohibida la presencia de menores, me mandaron a la cubierta porque la monada estaba del ojete y pintó la desnudez. Fue la primera vez que vi un cuerpo femenino en vivo y en directo y me llené los ojos cuanto pude. Le dediqué a esa imagen mucho afecto los años subsiguientes.

A la larga era aburrido. Me iba a dormir. Me cagaban a pedos. “Que esto es un trabajo, que no sos serio, qué para qué te pago”. Tenían razón. Pero qué vá, yo quería ser sacerdote no el rey de la noche. Al final, por flojo y comunista, no fui ni una cosa ni la otra.

Alguna vez apreté con alguna que otra flaca. Las que podían se apretaban al Dj y yo era el premio consuelo. En un colegio, el C.E.N.S. 9, en la calle Ramón Falcón, a la vuelta del centro de tortura El Olimpo, la hija del portero me pegó una saransa padre. Yo tenía 14 y ella 16. Apenas si le estaba encontrando la vuelta a la cosa masturbatoria y la piba tenía un conocimiento de las artes amatorias que al día de hoy todavía envidio. No debuté ahí por cagón. Pasarían años antes de que alguien me dejara tocar una teta otra vez.

La cosa es que en aquella época todavía se pasaban lentos en los bailes. El momento esperado para que el fervor hormonal hiciera su trabajo. Las pibas te medían la distancia con el codo. Si te dejaban apoyar las manos en las cintura eras Gardel con los dos guitarristas y el avión con el que se hizo cajeta en Medellín. Gran momento.

Hace un año estaba en la cresta de la ola el revival Luis Miguel. La sección de lentos, durante todo el tiempo que me tocó musicalizarla, consistía basicamente en sus canciones y las de Ricky Martin, pelilargo y heterosexual todavía. Barry White en los casamientos, Des’ree y alguna que otra cosa medio caída del catre que se hubiese puesto de moda en la radio.

Hoy me crucé por casualidad con Luis Miguel. No con él, claro está, que frecuenta poco la tercera sección electoral, sino con una de sus canciones sonando en auriculares ajenos. Las tiene mejores, digo, las canciones, pero “Hasta el fin”, carga consigo los aires de un tiempo ido, en absoluto extrañable pero merecedor de una sonrisa. Una edad del mundo más gentil tal vez, donde los buenos y los malos estaban más claros que ahora y en el que los presidentes eran igual de hijos de puta pero al menos hablaban de corrido y sabían la diferencia entre sujeto y predicado.

Lástima, eso ya no se consigue, y si se consigue viene flojo de papeles. ¿No les cabe? A llorar a la iglesia.