Subo y me tiro en el asiento más hediondo y al sol que hay sobre la faz de un 96 con aire acondicionado caliente que huele a trapo de piso viejo. Estoy tentado a sugerirle al chófer la existencia en algún lugar de un filtro de aire, que hay que sacarlo y limpiarlo. Su cara me disuade: bigote años 70, anteojos de policía motorizado del 80, canas circa 1940. Su voz parece una lima contra el acero. Lo noto cuando le menta el orto a una piba de unos 15 pirulos que cruza en un semáforo.

Duro sentado menos de 5 minutos. Flaca con pibe en brazos. Le doy el asiento. No me dice gracias pero igual le tiro un “de nada”. Ella no se da por enterada pero la criatura me devuelve un regurjite infame que no me atina de casualidad. Que no te olviden al sol, hijo de puta.

En el no man’s land junto a la puerta consigo un rincón que defiendo a sangre y fuego en Laferrere. Suben a los gritos cuatro ejemplares de Orrorin Tugenensis salpicando tereré a diestra y siniestra. Se sientan en el suelo. Probablemente por alguna dificultad para que el proceso sináptico ocurra con normalidad le dan el termo a uno que se babea. La cuestión es que a ese, llamemoslo Mikima, le cuesta entender que la puerta se abre para el lado en el que está apoyado. Frena el colectivo, abren las puertas y le pegan en la espalda. Mikima se enoja con la puerta y le da puñetasos mientras sus socios le dicen que ya está bien, que “ya se murió”.

La cosa se pone subreal cuando en uno de esos abrires y cerrares de la puerta, Mikima olvida el termo, y la puerta, impiadosa, lo hace concha cuando se baja una flaca en Ciudad Evita. Se quedán sin tereré. Se enojan. Discuten a los gritos, se empujan. Uno propone ir a reclamarle al chófer porque la culpa es de él, que se los pague. El chófer, saca de un costado un fierro de obra, como de 8 pulgadas y lo deja junto al volante en un gesto teatral que recuerda a Hitler arengando a los muy demócratas alemanes de los años 30.

Los Orrorin, que gambetearon la evolución del pensamiento complejo con gran efectividad, tienen, sin embargo, la lucidez de no ir a hincharle las pelotas. Se quejan durante 40 minutos de que no tienen nada para zafar el hambre que tienen. Me entero que van a laburar.

Llegamos. Bajamos todos. Cuando subo al 143 me siento. De pronto me doy cuenta que está lleno de chicas pelirojas naturales, tatuadas, en musculosa y no relacionadas entre sí. Puede que el día no esté del todo perdido a las 10 de la mañana, como de costumbre.