Desde hace un tiempo me ronda la sospecha que el ejercicio de la palabra es un acto inútil. Sospecha complicada para alguien que -con sus bemoles- se dedica a la comunicación y sus orillas (sobre todo sus orillas).

Es una sospecha pesimista. Es una duda oscura porque atenta contra la idea de cambio posible, contra la esperanza. Pero es una duda que una vez que muerde no suelta porque la realidad -ese constructo -esta ahí, para demostrar que nada de lo que decimos hace que la dinámica de las cosas sea distinta. Cambia lo que tiene que cambiar a fuerza de martillo, de golpe, de cuerpo pero no de palabras.

Eso que los psicoanalistas llaman abreacción, la descarga de la tensión afectiva a través de la palabra, libera sí y solo sí el mundo acompaña esa liberación. Sino es inútil, flatus vocis, dirían los medievales.

Pienso en las mujeres que denunciaron violaciones y abusos durante años y que eso que con todo el dolor verbalizaban no mellaba la realidad. Y que apenas la orada ahora, cuando comenzaron a movilizarse y a exponerse. O en las madres y abuelas de Plaza de Mayo que hasta que no caminaron en ronda no consiguieron visibilidad.

Ni la revolución se hace con palabras ni la felicidad se consigue con poemas. El periodismo de trincheras, cualquiera sea el bando, no cambia el hambre que, como tantos otros fenómenos sociales, es inmune a las declamaciones.

Una simplificación de la teoría kantiana divide la realidad entre noúmeno y fenómeno. El fenómeno es la manifestación a nuestros sentido de algo, el noumeno, a lo que no podemos acceder. La palabra no afecta ni puede afectar esa naturaleza última y esquiva. El núcleo patógeno del psicoanálisis no puede ser curado por palabra alguna porque nos atraviesa y nos constituye.

El recién nacido no deja de llorar solo ante la palabra. Necesita del contacto para calmar su angustia. Los pobres no comen promesas y optimismo. Necesitan de pan contante y sonante para llegar a un nuevo día.

Es por eso que la palabra de aliento es vana sino es acompañada de un acto sobre el mundo que la complemente. Ningún acto de perdón (dado o solicitado) tiene impacto sobre el mundo sin una serie de gestos corporales que los sustancien y aun así la efectividad de los mismos no tiene garantía.

A veces sobredimensionamos el poder de la palabra. Creemos que con ella lo que vemos y tocamos adquiere o adquiriría otros contornos; que una buena ejecución de sus magias puede convertir la piedra en áureos metales. No hay un solo escritor que pueda jactarse de que sus palabras hayan trocado efectivamente, literalmente una realidad por otra.

Lo saben todos los que alguna vez escribieron poemas al ser amado: sin amor previo, la palabra, sea cual fuere la cumbre de belleza estética alcanzada, no hace brotar de la nada ningún sentimiento.

Lo saben todos los activistas políticos que alguna vez hicieron llamamientos al cambio social: si no están dadas las condiciones materiales, cualquier palabra, sea cual fuere la intensidad esclarecedora que posea, no hace que los fuegos de octubre se propaguen.

Tenemos la palabra como herramienta, como maza si se quiere. Pero como diría Silvio «¿Qué cosa fuera la maza sin cantera?»