El terror toma la ciudad. No el terror de la violencia social ni el de una policía poco amiga de los derechos ciudadanos sino un terror y una violencia más primaria, lúdica. La ciudad se oscurece y la sangre que ilumina se parece al jugo de tomate y al Ketchup de los supermercados. El ciclo Buenos Aires Rojo Sangre está nuevamente entre nosotros y no sólo asusta, entretiene.

La reina del plata se caracteriza por albergar freaks de todo tipo: amantes de la cultura canábica, jugadores de magic, fans del metal noruego, góticos, darks, otakus lejos del sol naciente, punks que aún no se anotician de que el pop lo ha devorado todo. Peregrinos a una misa negra confluyen en uno de los eventos más intensos, sobrecogedores y alegres: el festival de cine de terror, fantástico y bizarro de bajo presupuesto único por estas pampas. Cultores de una independencia obligada, directores, actores, público dado al cine de tripas y mutilaciones se congrega en la calle Lavalle para estar al tanto de lo que sólo el mundillo especializado conoce; las pequeñas joyas del género próximas a no estrenarse nunca jamás en salas comerciales. Es allí donde se cocina la espera de lo que debe verse y recomendarse. Lejos del terror mainstream norteamericano, pleno de dinero y pocas ideas, el terror iberoamericano – entre otros – invierte el postulado desde una arista más humilde, poco dinero y buenas ideas, muchas.

Durante siete días los asistentes a la decimocuarta edición ocupan su butaca, ríen, se asquean, aplauden a rabiar, interactúan con los realizadores y votan a sus películas favoritas en los distintos rubros que constituyen la competencia que premia lo más laureado del espanto y la bizarrés vernácula.

El festival, nacido en el año 2000, buscaba reunir los trabajos que por su autogestión y bajo presupuesto no podían ingresar a los circuitos comerciales o a festivales cinematográficos locales. Género “menor”, vapuleado, nunca indexado dentro de la categoría de autor, el B.A.R.S (Buenos Aires Rojo Sangre) varió sus locaciones en función de su convocatoria creciente a fuerza del boca a boca. De las aulas empapeladas de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, al Centro Cultural San Martín como bichos extraños invadiendo la cultura hasta el reconocimiento oficial que les permitió acceder a las salas comerciales como la del Monumental Lavalle que es la que este año ve desfilar a la comunidad freak por excelencia. De cincuenta asistentes ganados gracias al sotto voce a más de doce mil aficionados llegados por la repercusión en los grandes medios. Cuna del éxito de productoras como Farsa Producciones (creadores de la saga “Plaga Zombie”) y de actores como Berta Muñiz y Sebastián de Caro, el festival es el más importante realizado en Latinoamérica sobre la especialidad y el único en la Argentina.

Declarado de interés por el Instituto Nacional de Cinematografía y Artes Audiovisuales (INCAA), auspiciado por el Museo del Cine de la Ciudad de Buenos Aires y declarado de interés por la legislatura de la Ciudad, el BARS se volvió referencia ineludible en el circuito mundial de festivales; tal que películas de zonas tan lejanas como Croacia e Israel comprometen su presencia y la de sus creadores en una ciudad que los alberga extrañada.

El público, como en todo evento que se precie, es el otro show por el que se paga la entrada. Hipsters con anteojos de carey, estudiantes de cine en busca de la quinta esencia del celuloide, amantes de los vampiros, los hombres lobo y los grandes monstruos de los ´80; portadores de remeras retro con la cara de superhéroes pasados de moda, jóvenes entrados en años con el rastro de cerveza en sus barrigas, chicas con medias de red agujereadas de fábrica con escotes maravillosamente al viento, borrachos y mendigos que ven en las colas que dan vuelta a la esquina un nuevo público al cual acosar y recitar su prédica pedigüeña y hostil. Todos ellos juntos dentro de una sala para escuchar las presentaciones de los organizadores que llegan al extremo de desnudarse en vivo y en directo en honor al ardor genital que les provoca estar presentando tal o cual film al que consideran de culto por el solo hecho de estar exhibiéndose ante sus ojos. Una comunidad de clase media acostumbrada a tratar con el terror ficcionalizado, lejos y seguros de las violaciones en el conurbano, de las represiones cotidianas, de las mutilaciones y el chorreadero de sangre real a la salida de los boliches allende la General Paz. Lectores de Edgar Allan Poe, Fans de Lovercraft y Mary Shelley que pueden enumerar el nombre de todos los zombies en las películas de Georges Romero pero que no vieron ni de lejos a los fumadores de paco que no reclaman cerebros sino solamente más, y más y más paco. Y la alegría de estar allí, un año más, otra vez, compartiendo esa artística evasión – necesaria, culposa, obscena – que bebe de la escatología y del porno, de la adrenalina y del salto en la butaca. Y esa veintena de películas que emulan al sábado de super acción de la niñez de quienes pasaron hace rato la barrera de los treinta. Y esa veintena de películas que se suman a las más de doscientas exhibidas en la historia del festival que narran todas las variantes de aquel miedo primario y mordaz que a todos atormenta: el miedo a la oscuridad y a lo desconocido.

Buenos Aires Rojo Sangre, a la hora de las brujas, para todos y todas, esa burbuja deliciosa y cruel en la que vale la pena vivir y morir, al menos, por siete días■