Para algunos es repelente, para mí es magnético. Veo a alguien llorar y me acerco. No me interesa consolarlo, no podría, no sabría, no querría. Solo me interesa la historia. Y si encima, el que llora tiene un teléfono en la mano, mejor aún. Más que los caramelos y las tortafritas. Es pura ganancia, no tiene que hablarte y seguro, de reojo, podés chequear lo que escribe o escuchar lo que le cuenta a otro. Si ya la gente en estado normal te abre su intimidad con la pantallita al aire, más aún cuando la angustia le ocupa toda la atención.

Así que en plena mañana, con un colectivo repleto y conversador, la veo. Todavía no llora o ya lo hizo. Ojos rojos, acuosos. Ojeras. Nariz roja de sonarse los mocos o aspirarlos. Vestida de laburo de oficina. Auriculares blancos, de los chiquitos. No me esfuerzo en alcanzarla, el amontonamiento de los que suben me deja a su lado.

Está apoyada contra un costado del bondi, sobre una de las barandas de caño. Tira mensajes a lo pavote. Como estoy al revés no puedo ver nada. De repente se acerca el aparato a la boca y comienza a hablar por wasap. Apago la música. El quilombo del bondi me inunda la cabeza en medio segundo. Es insoportable. La monada está increíblemente animada. No veo porqué. La felicidad, le dicen, creo.

Puedo escucharla en medio de la jarana. Le habla a Cris (¿hombre, mujer?). No se sabe. Le cuenta que anoche Lucio le dijo que se ve con otra. Le dice que al principio le chupó un huevo, que todo el mundo se quiere garchar a alguien que no sea su pareja. Y que ella también se garchó a un par y no pasó nada. Y entonces que bueno, que ella puso cara de orto y, para evitarse la escena, firme, serena, le dijo a Lucio que era un pelotudo y que hablaban mañana cuando no fuera madrugada. Lucio se quedó callado. Y ella se hizo la dormida. Toda la noche. Y él se levantó a las seis y media y se fue a laburar, como todos los días. Y ella, que se pasó horas preguntándose por qué no le dolía todo lo que debería dolerle, se fue a duchar. Y abajo del agua se dio cuenta que no quería que él se fuera. Que se querían, que cogían bien. Que el papá de ella lo quiere mucho.

No lo dice bajo. Lo dice fuerte y claro. Lo dice con fiereza, con bronca, con la resolución de quien ve a la verdad a los ojos y le sostiene la mirada. También lo dice con terror. Calla.

Está llorando. Sin aspamento. Solo llora. Nadie más que yo está al tanto. Miro para los costados, todos en la suya. Mira el teléfono como perdida en la pantalla. Está esperando una respuesta de Cris. Creo que, de hecho, ella aceptaría en este momento cualquier cosa que se parezca a una respuesta venida de quién sabe dónde.

A los dos minutos, algo le llega. Escucha. El llanto va desapareciendo. Ahora solo tiene unas gotones que le salen de los ojos. Vuelve a envíar un audio. Dice “No quiero que se vaya.” No agrega nada más.

Cuando bajamos lo hacemos juntos y caminamos unos metros en la misma dirección. Tiene la cara un poco más recompuesta. Al llegar a la esquina cruzamos la mirada. Me saca una radiografía. La cazo al instante. Sabe que lo escuché todo. Se da vuelta. En un pestañeo la pierdo entre la gente.