Led zeppelin ha muerto. Como Cobain, como Marley, como Harrison hoy cría malvas en los cementerios de la memoria. Borges proponía que al mirar atrás, las infinitas bifurcaciones de la vida se volvían un solo camino recto. Todo va de algún modo hacia Led Zeppelin cuando se mira hacia atrás. El hard, el blues, el folk, el sonido progresivo. Pero Zeppelin se encuentra en el punto de fuga del horizonte. Y el horizonte queda lejos. Nadie nacido después de la época de gloria de la banda puede dar cuenta de lo que significó realmente formar parte de la fundación del rock de estadios, del rock como negocio, como moda y como espíritu de época y ritual de miles y miles abandonados a la sin razón de un placer desconocido y nuevo.

 

No hay modo alguno de entender cómo sonaban realmente los instrumentos de Page, Jones, Plant y Bonham. Ni el inconmensurable How the west was won (2003) tan abarcador y descriptivo puede funcionar como una crónica de lo que fue escuchar por primera vez una voz desgarrándose en mitad del lubrico Since I´ve been loving you, que preanunciaba el blues en clave rock de los ´80 (como el de Steve Ray Vougan) o esa suerte de constructivismo de Dazed and confused sin el cual no habría forma de escuchar a Dream Theater y salir vivo de eso.

Led Zeppelin ha muerto, hace mucho, pero aun no se dio cuenta. Porque todo aquello de lo que se rodeaba sigue resistiéndose a morir, su simbolismo decimonónico (Moby Dick, starwai to heaven, the ocean), su reacción antimoderna y pastoril (goin to california), su compulsión por el sonido de carreteras (What is and what should never be, bron aur stomp), el metadiscurso del rock como temática del rock (rock and roll). Todo eso sigue ahí, no por simple y mera originalidad. Deep Purple, Black Sabath, Jimmy Hendrix, Pink Floyd y the Beatles (y sobre todo the Beatles) hicieron lo mismo desde otro lugar pero con resultados semejantes. Y todos ellos de un modo u otro dejaron algún tipo de registro en vivo. ¿Para que las generaciones posteriores entendieran? ¿Por egomanía? ¿Por qué alguien entrevió que el rock se volvería una parodia muy redituable de sí mismo? No se sabrá para qué y preguntarles a los pocos que quedan no serviría de mucho.

Los oídos ya no están preparados para eso. Miles de personas pueden ir a un concierto y escuchar las 5 horas de Spinetta y las bandas eternas pero no podrán reactualizar la sensación que aquellos sonidos generaron en los 70´s. Miles de personas pueden ir a un estadio y escuchar a Metallica, Megadeth, Slayer y Antrax tocando juntos y salir con una sonrisa pero no podrían sentir el sonido fundante del trash cuando ese sonido era sucio y peligroso. Con Zeppelin ocurre lo mismo. No comprenderían; no hay modo alguno de entender cómo esa masa de sonido que abarca más de 3 horas de concierto, esa tormenta hipnótica que aterra y erotiza, podía ser soportada sin el uso de drogas o una cosmovisión que uniera el alma al espíritu de la tierra. Echados a rodar en un mundo sin coordenadas y canciones de 3 minutos y medio aptas para toda audiencia de radios FM, el bestialismo de Zeppelin es uno de los enigmas que los arqueólogos de los tiempos venideros deberán elucubrar. Pero no ya como un ecofacto, como una vasija con inscripciones arcanas para dejar en una batea del museo de la música sino como un álbum de fotos familiares en blanco y negro al que se acude para ver de dónde se proviene para quedarse con la duda. Todo eso y nada de eso. How the west was won es, en el mejor de los casos, ese incomodo frasco guardado en un banco de esperma donde ¿vive? suspendido el ADN de lo que hoy es lo es, cómo es y cómo puede llegar a ser: Sexual, abusivo, fálico, violento, barroco hasta el manierismo puntillista, desesperado y hermoso. Led zeppelin ha muerto. ¡Que viva el rey!

Me cierran el bar. Chauchas