Uno de mis abuelos era polaco. Polaco, polaco, de esos que suelen nacer en polonia, como suele ocurrir con los polacos. Era de todo menos rubio y esbelto. Descendía, pues, de una estirpe de judíos cagados de hambre. Los que pudieron se subieron a unos barcos y los que no, tuvieron un problemita, digamos que domiciliario, en Auschwitz.

La esposa, digo, la de mi abuelo, es decir, mi abuela, era argentina, de San Luis, que es como decir que era del exterior, pero del exterior de adentro, un exterior pero cercano. Ya sabemos como es, rancho de barro, campo, caballo, oveja, hambre, vaca, viaje a la capital a laburar de obrero. Entre sus muertos había españoles amestizados, criollos y sospechamos que algún que otro nativo debe haber porque a la gente le gusta garchar en cualquier época y no se fija mucho con quién si puede evitarse una paja y es gratis.

Del otro lado de la familia, uno, mi abuelo, era el resultado de los primeros polvos de una pareja de calabreses, que no eran unos tirados pero tampoco tiraban manteca al techo. De ese lado de la familia, los que se quedaron allá, también pasaron por unos campos de concentración pero más que nada por delicuentes y amigos de la matufia. Los que zafaron pusieron una fábrica de motos y ahí están los muy cabrones, ellos ricos y yo con yerba de ayer.

Mi abuela, la otra, lo mismo, medio oscurita, del campo, quichicientos hermanos, una vida de remarla, de esas experiencias que te ayudan a ingeniartelas cómo hacer un guiso cuando no tenés en la heladera más que un huevo y un limón viejo.

La cosa es que yo de pura sangre nacional tengo poco y nada. Soy más o menos tirando a claro porque mis viejos no se fijaron en algunos de sus vecinos, sino mi posición en la escala cromática sería otra, fácil.

La gente con la que tuve contacto de pibe no tenía un linaje muy distinto que digamos. Los había más o menos blancos y más o menos oscuros pero mal que mal comían todos los días. También conocí gente que, al diente, le daba salteado. Y gente que había hecho el recorrido de algunos de mis abuelos pero sin barcos en el medio; Paraguay, Bolivia, Perú. En la consideración popular, otro piné, parece. LA historia, tan a gusto con los oropeles, no sólo dejó a fuera de los libros a los indios y a las mujeres, dejó también afuera a todos los que cruzaron algún río más o menos grande y se vinieron a vivir acá corriendo la coneja. Como cuando alguno de los nuestros se va a vivir al mundo civilizado buscando su churrasco y su techo sin goteras. O lo que es peor, tratando de satisfacer esas aspiraciones tan de moda en la pequeña burguesía: la realización, el amor, la pasión vivenciada en plena armonía con el arte, dios, o cualquier otra variente, impresentable o no, del misticismo horoscopista. Porque uno se va de su casa, de su barrio, de su país cuando necesita irse, porque le falta algo, porque carece.

Todos somos migrantes en la tierra que habitamos. Salvo que uno sea nativo de Sentinel del Norte, esa islita de mierda en el pacífico donde los vaqueanos amasijan a los extraños.

Todos somos inmigrantes en esta selva hostil. Nos reciben con un golpe, escuchan nuestro llanto. Y alguno se alegra de que respiremos.

Ser extranjero, vamos, siempre es un bajón. Salvo que uno tenga una patria armada hasta los dientes, sea importante y le sobren los billetes cosa que no se ve seguido en el ferrocarril Belgrano sur.

Todos somos, en alguna de nuestras esquinas, de otro lado.
Por eso, pensar que el extranjero no merece ser tratado como un par es como mirarse al espejo y no reconocerse. Por eso ponerse la gorra con la educación y la salud es hacer fuerza por parecerse a Aldo Rico, ese tira cuetes brabucón, ese pobre diablo que duró como ministro de seguridad lo que un pedo en una canasta, que, cuando fue intendente de San Miguel, le negaba atención médica a los pacientes venidos de otro partido.

Entonces cuando pensás esto te salen con aquello de que en otros países a los extranjeros les cobran por respirar…¿por qué tenemos que ser los que pagan…somos boludos?, se preguntan. Y parece que más allá de la guita lo que les jode es que salte que somos unos boludos, como si ya no lo fueramos, como si cualquier socialdemócrata noruego no se diera cuenta que lo somos con solo mirarnos andar lo más orondos entre pibes descalsos en el subte que hacen malavares por una moneda.

Todos somos de otro lado. Hacerle a otros más facil su extranjería no es ser pelotudo, es ser buena gente, porque la distancia se lleva en la sangre y vos y yo no somos puros, porque en lo puro no hay futuro. En tu fascismo haploide y con careta macrista, tampoco.