El arte tiene muchas funciones, una de ellas llamar a la reflexión sobre aspectos de nuestra vida. Repasemos lo que el autor de Fitzcarraldo intentó en 1974 y sus dispares resultados.

Dziga Vertov decía que el cine son 300 butacas que deben mantenerse ocupadas. Herzog, uno de los directores más personales en la corta historia del séptimo arte pasa de una definición como aquella así también como de tantas otras. A más de 40 años del estreno de El Enigma de Kaspar Hauser puede comprobarse que ciertas formulas estilísticas del lenguaje visual, en ocasiones, envejecen mal. La sensibilidad post industrial, más a gusto con la pirotecnia que con el despliegue argumental, aborda el relato con una dificultad digna de Sísifo. Sin embargo, al igual que Kurosawa, Bergman o más cercanos en el tiempo, Lynch o Kiarostami, Herzog consigue narrar una historia que va más allá de la historia misma disparando una polisemia que va de la literatura al cine, de la moral a la ética, de la psicología lacaniana al estructuralismo antropológico, o lo que es mejor, del lenguaje a la sociología (si no es que muy en el fondo son la misma cosa).

Basada en un hecho real del cual nos queda un muy bien documentado registro en la prensa alemana del siglo XIX, la historia de Kaspar Hauser se inscribe en la tradición de los niños salvajes que tanto ha fascinado a occidente. El ¿hombre? que por circunstancias fortuitas ha sobrevivido en la soledad misma, ajeno a la especie humana, sus tradiciones, sus normas y sus vicios, de pronto emerge de las profundidades de la animalidad. La civilización, incapaz de comprender la existencia fuera sus límites, choca contra una tabula rasa que no opone resistencia, un Adán, un buen salvaje, la otredad en estado puro cuya existencia misma reclama la redención de las buenas conciencias. Rousseau hubiese tenido sueños húmedos con tamaña propuesta.

Hablar y ser o el silencio y el vacío
Lejos de agotarse en lo anecdótico la historia que propone Herzog permite abordar no sólo aristas de la condición humana sino la mirada fragmentaria con la cual, como sociedades normalizadas, nos observamos a nosotros mismos. Aquellos que crean que Kaspar es el personaje central del relato, yerran. Kaspar no es, no existe, es una entelequia. No es ni feliz, ni infeliz, ni pobre ni rico, ni viejo ni joven, ni hombre ni mujer. Kaspar deviene Kaspar con el lenguaje, cuando las categorías aristotélicas, o cartesianas o kantianas o mejor aún, cuando el sistema de la lengua ingresa en él y comienza a diferenciar esto de aquello, eso de allí y aquello de allá. El verdadero personaje De El Enigma de Kaspar Hauser no es Kaspar Hauser, son los personajes que lo rodean y que se maravillan ante sus avances con el uso de las distintas herramientas que se le ponen en frente (¿Qué otra cosa es sino la lengua que balbucea, esa herramienta de construcción de humanidad?).

Quienes rodean a Kasper, aquel que lo libera y le da, como un padre, su nombre, el oficial que lo encuentra, el mecenas que busca sacarlo de su animalidad, los vecinos de su ciudad, los asistentes que pagan un precio por conocerlo, por interactuar con él, ellos son el objeto sobre el que Herzog coloca su cámara. Va de suyo, claro. Pero no por la intensión moralizante del director, esa suerte de denuncia de época que muchos artistas creen que deben oponerle al Zeitgeist. Son los protagonistas porque ante una tabula rasa, son ellos los que interpretan a modo de ejemplo el universo de signos al que introducen a Kaspar. No hay Adán en el lenguaje, quien lo funda e inaugure. Está ahí, eterno, multiforme y heteróclito como habitando a un tiempo las esferas trans lunares y el habla cotidiana. Y esa conexión entre la estructura y lo pasajero es la sociedad en la que Kaspar, un recién nacido, un extranjero venido de lejos o un marciano son obligado a participar.

Jakobson propone que el «el estudio de los signos no puede estar limitado a los sistemas exclusivamente semióticos, sino que también debe tener en consideración estructuras semióticas aplicadas, como, por ejemplo, la arquitectura, la vestimenta, la cocina». Tal vez suena pedante, pero lo que dice allí es que donde la cultura se expresa hay un lenguaje que dice algo más que lo evidente. Abrevando en Agustín de Hipona (aliquid stat pro aliquo) significaría que cuando visten a Kaspar, cuando le enseñan qué y cómo y cuándo comer no sólo se le brindan herramientas de sociabilidad, sino que se lo imbuye de un discurso atravesado por la moral de una clase, por sus expectativas, sus funciones, su concepción del orden social. Kaspar no sólo no es un Adán, tampoco es un ciudadano del mundo. Su tiempo no es el fin de la historia. Su formación es, ahora sí, la de un hombre situado en el tiempo y el espacio. En él confluyen la sincronía y la diacronía de un sintagma. Herzog parece decir en todo momento sobre su criatura: «de todos los posibles es él, en este momento, y estas son sus circunstancias». Edward Sapir supo indicar que

«el elemento lingüístico (…) es, primordial y fundamentalmente, no el símbolo de una percepción aislada, ni siquiera de la noción de un objeto particular, sino de un concepto, o, dicho en otra forma, de una cómoda envoltura de pensamientos en la cual están encerradas miles de experiencias distintas y que es capaz de contener muchos otros miles. Si los elementos significantes aliados del habla son los símbolos de conceptos, el caudal efectivo del habla puede interpretarse como un registro de la fijación de estos conceptos en sus relaciones mutuas.»

Eso es lo que se le enseña y aprende el personaje: cómo «experimentar» al mundo a través del lenguaje (cómo asociar según las normas de una sociedad/cultura dada los significados con los significantes).

Más Platón y menos Herzog
El final la historia, respetuoso del final histórico, es más permeable a las interpretaciones divagantes que el nudo argumental. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cuál era el sentido, tanto para el real Kaspar Hauser como para el interpretado, de un final finalísimo como aquel? ¿Un mundo que no acepta la otredad asimilada? ¿Un logos que niega la sola idea de una existencia previa a sí mismo? Kaspar ha salido de la caverna platónica, ha vencido el solipsismo cartesiano y conoce la clave interpretativa que hace mundo y genera la realidad cuando se la nombra y por eso es un héroe que la sensibilidad ordinaria no tolera. O tal vez no. Tal vez Kaspar ha ingresado en la caverna de un sistema de la lengua que sólo crea y manipula sombras que nada tienen que ver con lo real; tal vez Kasper ha sido expulsado del paraíso y como un ángel caído ahora comparte con el sudor de su frente el solipsismo ombliguista de una especie que tras los barrotes de su propia lengua ve sombras contra la pared de su tiempo.
Pobre Kaspar, la vida (en el lenguaje) es más compleja de lo que parece.